Las cosas sencillas | Crítica

¡Qué ecológico era mi valle!

Lambert Wilson y Grégory Gadebois en una imagen del filme.

Lambert Wilson y Grégory Gadebois en una imagen del filme.

Viendo los títulos y los carteles de sus últimas películas (Mes héros, Pastel de pera con lavanda, L’esprit de famille, Delicioso), se diría que Eric Besnard se ha acomodado en esa fórmula del cuento neo-rural que pone en valor la tradición y el buen hacer de las gentes apartadas de gran ciudad en un tono pastoral y amable para públicos con conciencia ecológica.

Ese parece ser el tema central de estas Cosas sencillas en la que el refinado Lambert Wilson y el campechano Grégory Gadebois dirimen sus cuitas y ansiedades, las del primero derivadas de su condición de exitoso hombre de negocios en plena crisis, las del segundo de su voluntaria huida del mundanal ruido y el amor secreto por su cuñada viuda, entre montañas, valles, riachuelos, siestas reparadoras y tortillas hechas como dios manda.

El guion desarrolla el clásico esquema del roce que hace el cariño y la comprensión mutua para descongestionar los estereotipos antagónicos en una nueva alianza clarificadora sobre los pros y contras del progreso global y el aislamiento. Lecciones de vida y autoayuda al aire fresco para calmar las malas conciencias de los urbanitas estresados y reivindicar un poco de modernización y flexibilidad en el viejo mito de la pureza rural. El buen hacer y el convencimiento que le ponen Wilson y Gadebois hacen la cosa más llevadera dentro de su previsibilidad.