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El gran héroe americano

  • Anagrama reedita 'El gran Gatsby', el clásico de F. Scott Fitzgerald, con una nueva traducción de Justo Navarro

Según recuerda Justo Navarro, al enviarle el manuscrito de El gran Gatsby (1925) a Maxwell Perkins, su editor, Francis Scott Fitzgerald añadió este comentario: "He escrito la mejor novela de los Estados Unidos de América". Navarro recuerda asimismo que, acto seguido, Liberty se negó en rotundo a publicarla; en el esplendente vuelo de Jay Gatsby hacia su inmolación, los prebostes de esta revista sólo veían "una novela inmoral de amantes y adúlteros". Este episodio demuestra que si Fitzgerald exageraba al afirmar haber escrito la mejor novela sobre su país -lo cual, bien pudiera ser cierto-, ofreció de todos modos la mejor novela sobre Estados Unidos que podía escribirse en aquel momento, la más sincera, la más despiadada e hiriente, la que metía el dedo más adentro en las múltiples llagas de una nación con los cimientos económicos y culturales que habrían de convertirla en un potencia mundial bien asentados. En el personaje principal no debiera verse una persona cualquiera. Es un símbolo. Y en tanto símbolo debemos abordarlo con cautela.

La construcción e introducción de Jay Gatsby en la acción es modélica. En principio es un hombre y un nombre envueltos en un nimbo de lujo y derroche, un millonario recién instalado en Long Island, Nueva York, en torno a quien circulan infinidad de rumores: hay quien apunta un improbable parentesco con el káiser Guillermo II de Alemania y quien asegura que sobre su conciencia pesa un asesinato. No faltan voces, mejor informadas, que lo relacionan con el tráfico de licores… Gatsby, ya digo, es más que esto. Con astucia y elegancia, Fitzgerald alienta una intensa expectación: el protagonista, entrevisto en el primer capítulo, se incorporará a la historia casi acabado el primer tercio de la misma. Y aún entonces el retrato será indefinido. Nick Carraway, el narrador, oscila entre la admiración y la sospecha: "[Gatsby] Me miró con comprensión, mucho más que comprensión. Era una de esas raras sonrisas capaces de tranquilizarnos para toda la eternidad, que sólo encontramos cuatro o cinco veces en la vida. […] Te entendía hasta donde querías ser entendido, creía en ti como tú quisieras creer en ti mismo, y te garantizaba que la impresión que tenía de ti era la que, en tus mejores momentos, esperabas producir. Y entonces la sonrisa se desvaneció, y yo miraba a un matón joven y elegante, uno o dos años por encima de los treinta, con un modo de hablar tan ceremonioso y afectado que rozaba el absurdo".

Jay Gatsby personifica certeramente al gran héroe americano: el hombre que se ha hecho a sí mismo, el que ha llegado a la cima empezando desde abajo, el triunfador. Fitzgerald no duda en aplaudir esa tenacidad, pero sutilmente siembra de minas el terreno alrededor. Bajo su aspecto inmaculado, juvenil y saludable, se oculta una vulgaridad esencial: "era como ojear un montón de revistas baratas", dice de él Carraway cuando empieza a conocerlo mejor. Además, el idealismo de Gatsby raya la ingenuidad: el hombre se ha trasladado a Long Island para estar cerca de Daisy, una antigua novia, ahora una mujer casada, de quien sigue enamorado con la escrupulosidad del adolescente. Gatsby organiza una fiesta tras otra y abre las puertas de su mansión a todos los noctámbulos de Nueva York en la vana esperanza de que su camino y el de Daisy se crucen "por casualidad". Al final recurre a Nick Carraway, primo de ella, para que ejerza de celestina en esta historia abocada a la tragedia. Ahora bien, puesto que a Jay Gatsby lo destruye la imagen de sí que él se ha construido, debiéramos leer entre líneas que la suerte del héroe podría ser la de la nación: no bastan un inmenso poder económico ni la aspiración más honesta si no se tienen los pies en el suelo.

La actualidad de El gran Gatsby está fuera de discusión, pero es que además hablamos de una pieza admirable, de una novela rebosante de hallazgos, de una prosa poderosa y afilada que entra en la carne como un punzón, limpiamente, hasta el fondo. A uno no le queda sino rendirse ante el portento: en El gran Gatsby no hay una palabra de más ni una de menos, y cada una de ellas es la justa (Y aquí toca abrir un paréntesis para felicitar al traductor). Esta novela es la quintaesencia de un universo narrativo de tal sutileza que el lugar común a propósito del escritor yerra estrepitosamente: Francis Scott Fitzgerald no es el cantor de la era del Jazz, sino del declive y el acabamiento. Los momentos de frenesí y bullicio, que están por doquier, no son tan decisivos y estremecedores como esos otros cuando los últimos invitados se percatan de que la orquesta está guardando los instrumentos en sus fundas y los camareros están llevándose los vasos vacíos a la cocina. La descripción del sarao más deslumbrante no es tan sobrecogedora como el fin de la fiesta cuando, apagadas las luces, la melancolía nos acompaña de vuelta a casa y, más que lo perdido o terminado, lamentamos aquello que no llegamos a tener o empezar.

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