Es evidente que MasterChef saca lo mejor de los participantes que aprovechan la oportunidad. La mayoría de los famosos que han pasado por las vitros se han investido de dignidad extra y hasta son capaces de ganarse un dinero con bolos publicitarios y presentando programas, como le sucede a Miguel Ángel Muñoz. Tamara Falcó, última ganadora celebrity, se revalorizó de manera meteórica. Pasó de ser la "niña beata" de Isabel Preysler a ser la marquesa chef. Pero después de la evolución del concurso, que nos descubrió una Tamara insólita, parece haber vuelto a las andadas. O sea. Se convierte en un estorbo más que en un apoyo para el chef Javier Peña en la sobremesa de La 1, insufrible, y el fiasco de este formato pasa por la abulia que despierta la masterchef y sus mohines.

Tamara también acaba de estrenarse en El Hormiguero y sólo ha destapado que es más cansina de lo que temíamos, con apreciaciones prescindibles por su parte diciendo que no soporta el olor del Metro, del vulgo, vamos. Al contrario de MasterChef, Pablo Motos parece sacar lo peor. Saca lo más clasista de sus colaboradores e incluso invitadas de 9 años le tienen que recordar su edad para que se las trate como lo que son: niñas.

La serie de los jueves de Antena 3, La Valla, no es más sino un cuento de terror sobre el clasismo y las ínfulas de superioridad, adornada con elementos de otras series de la cantera como El internado o plagiados directamente de El cuento de la criada. La serie de pesadilla se grabó antes del confinamiento y sus escenas de calles desiertas, mascarillas y desinfecciones han quedado por debajo de la cruel realidad. La España de 2045 tomada por fachas sanguinarios y clasistas respulsivos se disfraza de régimen nazi, recurso de novelilla de los Hollister. Pero para amenazar y amedrentar nadie va a vestirse de nazi. Ni ahora ni en el futuro. En Cataluña, tan clasista, para exigir el despido de una camarera que habla castellano los matones visten chaqueta informal. Esos son los nazis de La Valla.

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