Pues eso. La vida, que nos sobrepasa. Que no concede retorno. Que toma carrerilla, que nos adelanta, por la izquierda, por la derecha, y que, por mucho que miremos nuestro ombligo, nos deja ese sabor de que, en realidad, no eres nada. Una tarde me ha bastado para ver cómo han crecido nuestros hijos en sesenta días. Como decían de niños en catequesis, polvo eres y en polvo te has de convertir. No hay mayor verdad. Ellos siguen con lo suyo… Todo se transforma. O si no, ellos lo transforman. Y cuanto más mayores, más nos sentimos reflejados. Pero a los padres nos deja con el amargo desencuentro de no saber lo que será educarlos a partir de ahora.

Es verdad que a este mundo le sigue faltando hablar de hijos, de familia, de relaciones humanas. Trabajar en lo cercano, en lo que convive día a día con nosotros. Sentirnos niños, hablar como niños, reflejarnos en ellos… Pero no. Los moldeamos, los maniatamos, decidimos por ellos… Son el peluche principal. Aunque, visto lo visto, serán lo que quieran ser. ¿Por qué entonces decidir siempre por ellos? ¿Porqué protegerlos tanto? Fracasar es humano e inevitable. Como lo hicimos nosotros, y estamos donde estamos… ¿Y si decidimos por ellos y nos equivocamos? ¿Tan seguros estamos de nuestras decisiones?

Además, como nos equivoquemos, no tendríamos vida para pagar la indemnización. Vivir en la generación del papá colega tiene estos inconvenientes. Traspasar la barrera y transitar como un papá autocomplaciente, un papa que somete la labor de educar a la visión de lo que siempre quiso ser. En ocasiones, no somos condescendientes con cosas que a su edad sí que hicimos nosotros. Incluso los castigamos. Es curioso, pero nuestra indefinición, nuestros miedos, nuestras mezquindades, conducen a avergonzarnos de nosotros mismos, de cómo fuimos, de cómo soñamos ser desde nuestros pupitres de infancia.

Un punto de encuentro. Estamos obligados a encontrarlo. Con lo que viene encima, no podemos seguir en una sociedad que vocifera lo malo que es el mundo y lo bueno que soy yo. En la educación de nuestros hijos, nos abocamos a tiempos donde andaremos una temporada cazando moscas. Todos. También quienes creemos ser adalides de la educación, tenemos la urgencia de acabar con los desencuentros entre padres, educadores y administración educativa. La educación no es convenio colectivo, ni fuente de votos. Nuestras casas se aventuran como nuevos pupitres, y nosotros no podremos permanecer al margen de esa tarea. Formarnos. Reciclarnos. Fuera gritos y voces. Nunca serán buenos compañeros en la tarea de educar.

Sí. Un punto de encuentro, o de equilibrio, o hasta de cordura, como queráis llamarle. Primero, reconocer el riesgo de ser humanos las veinticuatro horas del día. Y que nos vamos a equivocar. Seguro. Pero no pasa nada. Será momento de presentar nuevos retos, nuevas propuestas, motivos para crecer juntos. Eso es educar. Saber ejercer autoridad sin contradicciones. Hacerles ver que los queremos cuando decimos no: no al móvil, no a faltar al respeto, no a hablar mal de nadie, no al insulto o al trato con desprecio, no al silencio cómplice con el acosador, no a considerarse el ombligo del mundo… Eso, y no dejarles hacer cuanto quieran, eso es querer a nuestros hijos.

A cambio: respetar sus decisiones. Será el comienzo de esta nueva educación.

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