Análisis

Óscar Barroso Fernández

El día que nos acordamos de la importancia de la Atención Primaria

El profesor de Filosofía de la UGR analiza el papel de este nivel del sistema sanitario

El día que nos acordamos de la importancia de la Atención Primaria

El día que nos acordamos de la importancia de la Atención Primaria / Photographerssports

En el imaginario colectivo, las heroínas sanitarias son todas aquellas médicas, enfermeras y demás profesionales de la salud que, durante semanas y a menudo de forma voluntaria, han estado atendiendo a los enfermos en los hospitales. En muchos casos procedían de servicios de urgencias y de atención primaria (AP). Pero precisamente este imaginario oculta el importante papel que ha desempeñado la AP en el diagnóstico de casos, el control domiciliario, la atención telefónica, la información a las familias para tranquilizarlas y disminuir los riesgos de contagio, la atención a los pacientes en las residencias de mayores, etc. Incluso, el valor de la AP ha sido a menudo velado de forma intencional, como en el caso del gobierno de la Comunidad de Madrid, que no dudó en cerrar Centros de Salud para enviar a las profesionales a hospitales de campaña; quizás con la intención de propiciar su clausura definitiva. Por fortuna, esto no será posible por ahora, ya que el gobierno central ha caído en la cuenta del importante papel que ha de desempeñar la AP a partir de la retirada de las medidas de confinamiento.

Efectivamente, se quiere hacer depender de la AP la vigilancia de posibles repuntes, la realización de pruebas diagnósticas, el acceso de la población a los tratamientos e incluso las labores de información y educación. Pero la cuestión es si tras décadas de maltrato por parte de los gestores públicos, y más allá del enorme valor de sus recursos humanos, la AP está en condiciones de cumplir esta función.

Hagamos un poco de historia. Podríamos situar el nacimiento de la AP en 1978, con la Declaración de Alma Ata de la OMS. En ella se criticaba un modelo de salud centrado en los hospitales y la especialización, y se subrayaba la necesidad de que los sistemas sanitarios priorizaran la AP. El objetivo era potenciar una medicina salubrista, social, accesible, equitativa y eficiente; centrada en las necesidades sanitarias prioritarias y que tuviera como meta el incremento de la salud de la población en general a través de la prevención, la proximidad y la educación.

En España, esta Declaración fraguó en la creación de la especialidad de Medicina familiar y Comunitaria ya en 1978, aunque la reforma del Sistema de Salud no se puso en marcha hasta 1984, tras huelgas y encierros de las médicas de familia y con el aval de la OMS. Finalmente, el Real Decreto sobre Estructuras Básicas de la Salud, reconoció el lugar central de la AP y los valores que representaba.

Pero los gestores políticos nunca hicieron efectivo aquello que habían decretado, ya que la AP chocaba con los intereses de una visión neoliberal del mundo que comenzaba a ser hegemónica y que despreciaba toda política social.

Esta tesis puede ser confirmada a través de varias tendencias. En primer lugar, podemos hacer referencia a la paulatina transformación de la sociedad a la que se aplican las políticas sanitarias, en un aglomerado de clientes-consumidores, fuertemente influenciados por unos intereses, los de la industria sanitaria, que fomentan una medicalización irracional y un uso irresponsable de los recursos sanitarios, al mismo tiempo que hacen invisibles los valores de la AP.

La segunda tendencia es el hospitalocentrismo, en parte ocasionado por la concepción consumista de la sanidad. Qué duda cabe que para un gestor político es mucho más rentable electoralmente la apertura de un nuevo hospital que el arduo y silencioso trabajo de fortalecimiento de la AP. Pero, además, no podemos olvidar que en el proceso de privatización de la sanidad, los Centros de Salud constituyen un obstáculo a superar.

En tercer lugar, no podemos olvidar el gerencialismo: la aplicación de los modelos de gestión de las empresas privadas a los servicios públicos que, bajo la apariencia de neutralidad ideológica y eficacia científica, hacen gala de una supuesta optimización de recursos. El gerencialismo elabora complejos sistemas de evaluación de la calidad con el único objetivo de confirmar el éxito de sus propias consignas economicistas. En lo que se refiere al sistema de salud pública, deja fuera el componente humanista, tan importante en la AP, desatendiendo la ética profesional o a la proximidad al paciente y su circunstancia vital. El gerencialismo constituye un sistema jerarquizado e incontestable de gestión, somete a la profesional a una burocracia inútil que sospecha continuamente de ella y le obliga a mostrar una adhesión incondicional.

Por último, es obvio que en la AP las mujeres son mayoría. Sabemos que para el neoliberalismo la feminización del trabajo facilita su devaluación: la imagen cultural de la mujer, habituada por el patriarcado a soportar las cargas sin levantar la voz, parece facilitar la labor. En consecuencia, las condiciones laborales de las profesionales de la AP son cada vez más paupérrimas.

En esta situación, sobra decir que si la AP ha resistido hasta hoy, no ha sido gracias a nuestros gestores y políticos, sino a miles de especialistas que durante décadas se han entregado con vocación y entusiasmo a una profesión cada vez más devaluada. Pero esta vocación y este entusiasmo no son infinitos, lo que explica que en los últimos años los centros de salud se hayan resentido gravemente en el único recurso que los mantenía en pie: el humano.

Si queremos una AP de calidad, con capacidad para responder a los desafíos del Covid-19, no es suficiente con aplaudir durante unas semanas el heroísmo de sus profesionales. Debemos defender, como ciudadanos responsables, su fortalecimiento, exigiendo a los dirigentes políticos una adecuada dotación presupuestaria y una modificación de los sistemas de gestión que los haga más horizontales y sensibles a las demandas y sugerencias de nuestras médicas y enfermeras.

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