Que nueve vacas mueran al haber ingerido plantas venenosas no es un suceso digno de primera plana. Pero que aquello que engulleron las pobres lecheras les diera matarile a la primera rumiada fue noticia en Rois, Galicia, esta semana. Y es que la yerba que estaba mezclada con su comida habitual en un pesebre contenía estramonio, con su natural alcaloide, llamado escopolamina; eso que, por abreviar y con la venia de los veterinarios y los químicos, llamamos burundanga. Una cosa que, si se ingiere por vía oral, produce pérdida de conciencia y voluntad, y que algunos canallas de la noche utilizan para violar, normalmente a mujeres. Una repulsiva forma de lograr sexo. Si es que, oiga, convenimos que éste debe ser consentido, porque hay alimañas con DNI a quienes el consentimiento les importa nada, si se trata de poseer. A quien suscribe, un tipejo con ganas de hacerse alguien ofreció burundanga en un club de lo más granado, hace ya años. Por lo que hemos sabido, tal planta es invasora: invasora es la maldad. En este caso pintoresco, cabe deducir que alguna persona la plantó una vez entre los pastos donde el vaquero segó el alimento de sus reses. No la plantó para hacerse infusiones relajantes.

Por algún motivo oscuro o inescrutable, no pocos censuraron que en este recuadro se tratara de los jeringazos que, según parecía por la lluvia de denuncias, se inyectaron a chicas en bares de copas en esas horas etílicas en las que la noche nos confunde y desinhibe, a unos y a otras. ¿Era burundanga? ¿Era gamberrada? ¿Moda? De aquello no hubo casi nada, es cierto, aunque mil informes policiales se abrieron en varios países europeos. Llama sin embargo la atención que haya quienes descalificaran aquella posibilidad con un automatismo guerrero que, diría uno, proviene de un rechazo ideológico de plano al feminismo. Un rechazo bastante políticón y -al caso- sumamente ajeno a la compasión por las víctimas propiciatorias de gente pestilente, esa gente que es normalmente masculina. Una ostentación de simplicidad, un alarde consabido de torpeza intelectual que se siente cómoda en el juicio espurio, a la totalidad, sin grises, o sea, sin verdadero juicio: "Feministas, hijas de puta". Y se quedan tan panchos -también panchas, las hay-, como quien regüelda por enésima vez su eructo militante de no se sabe qué, ajeno a toda verdadera crítica de las cosas que suceden a nuestro alrededor. Como hinchas, para quienes su enemigo, y no su juicio, justifican buena parte de su existencia. Ajenos a la gravedad de la violencia, si es menester.

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