buscando razones

José Antonio / Pérez Tapias

Catástrofe

NO tengo interés en ser pesimista. Tampoco tiene sentido parecer optimista. La realidad es la que es y si deja resquicio es para una esperanza militante que, lejos de la espera pasiva, se apreste a seguir intentando lo necesario para evitar el naufragio al que conduce la tempestad que nos arrastra. Para esa esperanza ni siquiera es lo decisivo el cálculo de probabilidades, pues, como dice algún personaje de Haruki Murakami, "lo más importante no se decide con porcentajes". Basta pensar, como recuerda el Talmud judío, que aun habiendo pocas probabilidades de éxito, la esperanza se hace fuerte en que no tenemos derecho a abandonar la tarea.

La secuencia de hechos en la que nos vemos apresados, inducida por decisiones humanas que han ido tejiendo la trama que, en vez de red solidaria, es duro tejido de nudos que ahogan, nos ha traído a un punto en el que vislumbramos que lo peor es posible. La mitología del progreso es ya oxidada tramoya de un escenario que quedó atrás. Estamos inmersos en procesos regresivos, los cuales, desde la economía en recesión hasta la educación en manos contrarreformistas, desde la política en cuestión hasta una vida social deprimida, nos sitúan ante un panorama sin horizonte futuro. Al comienzo de la crisis -en la que nos han metido de hoz y coz--, todavía se hablaba de oportunidades en medio de lo que se derrumbaba, incluso de cambio civilizatorio, suponiendo que a través de lo negativo se abriría paso la kantiana tendencia de un "progreso hacia lo mejor". No han faltado invocaciones a la destrucción creadora de la que Schumpeter, inspirado por Sombart, se erigió en portavoz, haciéndola aparecer como jugada maestra de la mano invisible del mercado. Hoy sabemos que la destrucción que nos afecta es destructora sin más -y no hay que tener miedo a enfatizar la redundancia-: se destruyen puestos de trabajo, tejido empresarial, vínculos sociales, logros políticos, instituciones, vidas humanas…

A estas alturas no debemos ser ingenuos. Por ello, como en otros momentos cruciales en los que mundos pasados se vinieron abajo, cabe plantear lo que el historiador Jacques Le Goff decía de la Europa tardomedieval acosada por la peste negra: ¿cuándo la crisis se convierte en catástrofe? Ésta es nuestra cuestión. Nadie se cree ya que la crisis sea inflexión de un ciclo: es final de ciclo y por eso hay que escribirla, como hace el griego Varoufakis, con mayúscula: Crisis. Y con esa grafía nos decimos que, si no cambiamos el rumbo, vamos a un mundo peor. Desafortunadamente -y acabaré citando de nuevo al Murakami de 1Q84-, "no hay nadie más fácil de engañar que quien está convencido de que hace lo correcto". Por desgracia, los déspotas de la ortodoxia económica, y los guardianes de la ortodoxia en esta dolorida España, con su interesado autoengaño nos llevan a la ruina.

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