Los principios básicos de la convivencia del mundo actual en que vivimos, con las divisiones que la historia se empeña en clasificar, y que denominamos la era moderna, fueron lanzados como eslogan en la Revolución de 1789. Recuerden: libertad, igualdad y fraternidad. Eran tres principios que se alzaban contra las opresiones de una sociedad estamental donde solo unos pocos eran libres, las desigualdades eran atroces y la fraternidad parecía cosa a conseguir solo en otro mundo, más allá de la vida terrenal; aunque los que más predicaban por el amor fraterno eran, en buena parte, los que vivían con mayor comodidad y libertad propia, aún negándosela a la mayor parte de la población. Mucha sangre corrió para que esos principios inspiraran y alcanzaran de forma efectiva a los sistemas de gobierno de la mayoría de los países de nuestro entorno.

Casi 250 años después de que aquellos principios removieran a los poderes gobernantes, contemplo que mucha gente ha olvidado el significado de esos principios o los ha trasmutado en unas bases de conducta en la que priva tan solo el primero. Impera el poder de la libertad individual, el derecho supremo de hacer lo que me da la gana sin importar para nada si con ello perjudico a los próximos o lejanos. Ante cualquier llamada a cumplir la menor norma, incluso constitucional, la defensa es siempre que se está atentando contra mi libertad, y pongan detrás cualquier calificativo; de expresión, de manifestación, o en realidad de hacer simplemente lo que me dé la gana.

Esa libertad sin límites suele acompañarse de una soberbia gratuita expresada con que yo tengo el derecho privilegiado de hacerlo, pero los otros no pueden hacerlo, pues por supuesto lo de la igualdad se ha olvidado. Parece que muchos añoran los privilegios medievales, casi volviendo al famoso ¡vivan las cadenas! Digo muchos aún cuando en ocasiones los que reclaman privilegios son minorías que con sus conductas, vociferantes de libertades, terminan por imponerse al sentido y opinión de mayorías. Y las razones para el privilegio encuentran, vergonzosamente, eco en algunos gobiernos que con ello también conservan los propios.

De la terna revolucionaria, la fraternidad siempre es la más olvidada, pues nadie recuerda al prójimo, ni siquiera al cercano, e impera el egoísmo más atroz. Nada importa si daño al otro si con ello gano mi privilegio y proclamo mi libertad. Esa libertad que ponemos por bandera y que nos está convirtiendo en esclavos de algunas minorías. Vale.

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