Quizás uno de los mayores disgustos y agobios que recuerdo de mi época escolar fuera la ocasión en que extravié un libro de la biblioteca de mi colegio. Su título era La batalla del Mediterráneo, tenía unas tapas amarillas, inconfundibles. Se quedó en un asiento de un vagón de cercanías en Barcelona. Mala idea fue llevar aquel libro en un viaje con la familia, en aquellos aviones donde se podía pedir asiento de fumador o no fumador. Sería mitad de los 70. Tan agobiado me encontré que mi padre decidió acompañarme para disculparme ante el hermano bibliotecario de los Maristas. Yo me temía lo peor. Haber perdido un libro de la biblioteca era en mi mente el mayor de los pecados posibles, la condena al último nivel del infierno de Dante. El bibliotecario se sonrió ante las disculpas de mi padre. La solución era sencilla, pedir el libro de nuevo y pagarlo; usted lo encarga en una librería de confianza. La solución estaba en la librería.

Por entonces, empezaba a pisar algunas librerías, no sólo para los libros del colegio, que esos los compraba allí, imagino que con el consabido mosqueo de los libreros. En Granada, en aquellos años, para mí e imagino que para muchos, las librerías por excelencia eran aquellas Urbano donde uno podía pasar horas mirando y buscando. La librería era donde imaginar que estaba en el espacio sideral buscando relatos cortos de ciencia-ficción o libros de batallas donde los rusos les zumbaban a los nazis o los japoneses a los marines americanos. Y con pocas pesetas en el bolsillo, al final te conformabas con algún texto, barato, en pasta blanda. ¿Cómo podrían existir tantos libros y tan distintos, me preguntaba?

Allí, fui comprando uno a uno La historia general de las civilizaciones, me quedé en el siglo XIX, doce tomos. Imagino que ya empezada la carrera de Biología, mis intereses por la historia decayeron. Eran libros de Brugera, de San Martín, de Edhasa. Me miran ahora con sus páginas amarillas y la encuadernación deshilachada.

Luego han ido llegando muchos más libros, de otras librerías. Cosas del destino y como un guiño escondido entre las líneas de un libro vital, mi librería de referencia, ahora, se llama Urbana. Aún no puedo pasear entre sus estantes pero todo llegará. La tristeza de verla cerrada tantos días me traía el recuerdo de mi miedo por haber perdido aquel libro. Lo recuperé, como espero recuperar la sensación de acariciar las hojas de un libro tomado de un estante en una librería amiga. Abiertas las librerías todos seremos más libres. Vale (del latín: consérvate sano).

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