EL gran fracaso de la autonomía andaluza es que no ha sido capaz de vertebrar una región en la que el sentimiento de pertenencia a la provincia es muy intenso y profundo a pesar de su corta existencia jurídico-política. Corta, sí, pero mucho más larga que el autogobierno, y enraizada en los antiguos reinos.

Remitirse a las causas históricas de este mal es útil, pero no operativo en el momento presente. En el tiempo en que las burguesías territoriales de la España pujante se dedicaron a construir una identidad propia enfrentada al centralismo tradicional, la clase dirigente andaluza era rentista, latifundista y poco emprendedora. De modo que llegamos a la autonomía tarde y a remolque de otros. Por eso fracasó el nacionalismo andaluz.

Aunque el sentimiento de pertenencia a Andalucía como un sujeto político actuante por encima de la provincia ha crecido indudablemente, sigue siendo menos fuerte que la adscripción al territorio que delimitó Javier de Burgos en el lejano siglo XIX. Sobre todo, es menos fuerte de lo que se necesita hoy para afrontar los desafíos de un mundo globalizado que camina a marchas forzadas hacia la consagración de realidades territoriales más amplias.

La responsabilidad mayor en este estado de cosas hay que atribuirla a las élites dirigentes, tanto en el ámbito político como en el económico, social y cultural. En vez de nadar a contracorriente y apostar por una pedagogía de lo común, la dirigencia andaluza azuza con frecuencia los instintos más primariamente aldeanos de sus pueblos, resalta los agravios comparativos y excita las desconfianzas. Es una forma mezquina y arbitraria de ejercer el clientelismo y adjudicar al exterior una gestión propia con demasiadas sombras.

Qué se puede esperar de las bases si en las alturas -por ejemplo, en la Junta- se insiste en el criterio geográfico a la hora de componer los gobiernos. Qué sentirán los vecinos cuando sus alcaldes, en cuanto se plantea un proyecto regional o una estrategia de comunidad, lo primero que reclaman es que no se le ocurra a nadie privar a sus ciudades de la sede de lo que vaya a crearse. Qué van a pensar los vecinos corrientes cuando se generan nuevos organismos lejanos para gestionar lo que siempre se ha gestionado desde la cercanía o cuando se enteran de que las grandes inversiones públicas se deciden más en función de las posiciones de poder de los responsables políticos de cada tierra que de las necesidades objetivas de los distintos territorios.

Hace falta un enorme esfuerzo de generosidad y altura de miras en las élites para que el pueblo sea reconducido a su vez a la convicción de que, de seguir instalado en los localismos miopes, perderá todos los trenes que le quedan al sueño andaluz. Que ya son pocos.

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