La columna

Juan Cañavate

'Mea culpa'

HAY veces en que uno se levanta con buen pie y hay otras en las que el pie no aparece por ningún lado. Hay días en que uno se levanta animoso y decidido y otros apesadumbrado o expectante o dubitativo o nervioso o, simplemente, de mala hostia y hay días en que, por algunas tontería del destino, uno se levanta culpable. Hoy, ha sido mirarme en el espejo y me han entrado ganas de levantar los brazos y entregarme pidiendo tregua o cuartel.

Y no es que yo me sintiera, así de pronto, culpable de algo en particular o de todo en general, sino que más bien tenía la desagradable sensación de que alguien había decidido que yo y un montón más, éramos culpables difusos o confusos casi por decisión divina y, aunque hace tiempo que abandoné el oscuro camino de la religión, sí recordé que los cristianos tenían dicho que Jesucristo murió en la cruz precisamente para eso, para que dejáramos de sentirnos culpables por las mañanas, muy a pesar de la iglesia católica que sigue empeñada en que vayamos por la vida o camino de la muerte, arrastrando culpas propias o ajenas.

La anterior ley de despenalización del aborto era así; una ley de culpables. Culpables eran las mujeres y culpables eran los profesionales que lo hacían aunque, eso sí, te podías salvar de la culpa si demostrabas algún "supuesto" que convirtiese el asunto en fuerza mayor. El pecado entonces se podía perdonar, pero seguía siendo pecado y si es cierto que había garantías sanitarias, también lo es que no había garantías jurídicas.

La nueva ley ha eliminado a los culpables y los ha sustituido por ciudadanas y ciudadanos responsables, ya saben, la revolución francesa y esas cosas de derechos y libertades que tanto cuesta entender a algunos en España.

Por ejemplo, los gobiernos de Navarra y de Murcia, tan objetores ellos, han venido a decir que allí nada de sanidad pública para la interrupción del embarazo y que si alguien quiere abortar, que lo haga fuera, como debe ser, o como lo era en tiempos de Franco, cuando las mujeres pudientes viajaban a Londres y las que no lo eran a cuchitriles infectos para que el oprobio acompañase a la culpable el resto de sus días o, al menos, hasta que se confesara con dolor de los pecados y propósito de la enmienda incluidos.

Es lo que pasa cuando se tiene un concordato tan divino, que el Vaticano acaba por meter los dedos o las garras en lo humano. Mea Culpa.

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