La bitácora

Félix De Moya

Popularidad 'versus' prestigio

SUPONGO que no seré muy original cuando digo que uno de los efectos más evidentes del funcionamiento democrático de la sociedad es la convicción generalizada de que cualquier asunto conflictivo debe ser sometido a consulta. A veces se llega incluso al esperpento, pretendiendo que temas que requieren una cierta competencia técnica para ser resueltos también sean sometidos al plebiscito correspondiente. En una sociedad fuertemente marcada por las posiciones de las mayorías es muy común despreciar la posición versada cuando los más se han pronunciado. Incluso se utiliza a veces como elemento de contraste de las posiciones de los expertos el pronunciamiento colectivo, que termina siendo utilizado como una suerte de validador del criterio erudito, técnico o simplemente pericial.

La reclamación insistente de que hable la audiencia a fin de dirimir definitivamente cualquier litigio por esa vía, parece querer convertir al pronunciamiento público en la máquina de la verdad de todo asunto humano, incluso aquellos en los que ese pronunciamiento es elevado a su nivel óptimo de incompetencia. En cierto modo éste es un efecto colateral de la invasión que la política hace de toda clase de territorios, también aquellos que tienen que ver con las conductas individuales. Una de las manifestaciones más obvias de este estado de cosas es la confusión existente entre la popularidad y el prestigio como fenómenos sociales; para muchos de nuestros congéneres todo aquello que tiene la aceptación o el aprecio colectivo es por definición prestigioso.

Si no queremos terminar aceptando que en binomios tales como Dan Brown frente a James Joyce, El Código da Vinci frente al Ulises, las cifras de ventas sean el indicador de prestigio y tengamos que esperar a que la historia sancione la ineficiencia de los números en este terreno, hemos de ser algo más sutiles y no dar por buena la sinonimia entre popularidad y prestigio.

Es obvio que no son populares los huraños, los carentes de habilidades sociales, los sin carisma, aquellos incapaces de seducir, pero no es menos evidente que quienes consiguen que sus obras estén apiladas en los Vip, como si fueran la única solución a un gran problema de carestía cultural, no tienen patente de prestigio. Antes al contrario, las buenas ideas, en la cultura desde luego, pero también en la política, pueden no tener el reconocimiento inmediato de las mayorías y revelarse como tales con el paso del tiempo. La sociedad termina averiguando lo que le conviene, aunque a veces tarda.

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