La tribuna

miguel Moreno Muñoz

Recortar en inteligencia

QUIENES enseñan en secundaria conocen de sobra los esfuerzos individuales y colectivos que consiguen animar a unos pocos estudiantes de cada promoción a seguir la carrera investigadora; o a cursar estudios universitarios con el nivel de exigencia requerido para realizar un doctorado y dedicarse a la educación superior. Es un esfuerzo institucional, presupuestario y social extraordinario, cualquiera que sea la coyuntura económica general de un país. Pero un esfuerzo que ninguna sociedad gestionada con inteligencia puede permitirse el lujo de derrochar.

Investigar, tener un doctorado y capacitarse para dar clases en la universidad no puede ser cosa de héroes. Una sociedad administrada con inteligencia debe destinar los recursos necesarios para que el mayor número posible de sus individuos capacitados y motivados encuentre en esa dirección un modo digno de realización personal y profesional. Cuando por acción u omisión la docencia universitaria y la actividad investigadora se convierten en una carrera de obstáculos sin fin, salpicada de burocracia disuasoria, zancadillas surrealistas, restricciones presupuestarias y cambios caprichosos en las reglas de juego, una sociedad entra en declive, pierde credibilidad y ensombrece su futuro.

Investigadores y profesionales de la educación superior saben que su esfuerzo no termina nunca, que requiere actualización constante y un apoyo decidido de las administraciones públicas, por destacable que sea la colaboración con instituciones de otra naturaleza. Mayor, si cabe, en épocas de crisis aguda, pues la correlación entre bienestar social e inversión en educación e investigación es de sobra conocida.

Una propuesta de reforma del sistema educativo que persigue potenciar la excelencia, pero impulsada por los mismos actores que asfixian la viabilidad de proyectos competitivos y obligan a salir de España a muchos (siempre demasiados) de los mejores es un ejercicio de cinismo institucionalizado.

No deja de resultar un esperpento que se ponga en pie de guerra a buena parte de la comunidad educativa con una costosa movilización de resortes sociales, institucionales y jurídicos en los ámbitos nacional y autonómico, con el pretexto de contribuir a la mejora del sistema educativo preuniversitario, al mismo tiempo que en grados y posgrados se aplica el mazo de los decretos que encarecen la formación, asfixian la carrera docente o investigadora y ahuyentan el talento.

Precarizar la docencia y la investigación, haciendo de las expectativas de continuidad y estabilización una cuestión de abnegación hasta que ocurra un milagro, y donde casi nadie en sus cabales puede tener hoy expectativas razonables de mejora y consolidación profesional, es un dislate monumental.

Un ecosistema genuinamente interesado en promover el acceso al conocimiento y sus aplicaciones en beneficio de toda la sociedad debería tratar con igual esmero a investigadores y docentes, cualquiera que sea el marco institucional donde se desarrolla la actividad investigadora y en cualquier etapa del proceso formativo. Ni en esta coyuntura ni en otras más favorables tiene sentido contraponer los intereses del colectivo de investigadores a los de quienes eligen un perfil profesional más orientado a la docencia.

No hay inteligencia social sin una infraestructura bien dimensionada, jurídicamente estable e institucionalmente volcada en generar y difundir conocimiento. Los afanes reformistas de fuerte cuño ideológico, impulsados a golpe de decreto y retórica de la excelencia sin dotación económica, suponen un desgaste social innecesario y un derroche irresponsable de recursos. Cuando todas las organizaciones que representan al personal docente e investigador de las universidades y centros de investigación españoles protestan contra la reducción de fondos, la pérdida de contratos y la falta de horizonte profesional, los presuntos responsables tendrían que darse por aludidos y mostrar mejor disposición a rendir cuentas y a promover consensos.

Porque quienes con un título superior salen hoy de España son personas de valía excepcional, no sólo cerebros. Su ausencia empobrece y hace más vulnerable a la red social de la que formamos parte. Con ellas salen los sueños, capacidades, talentos y potencial creativo que justificaron el esfuerzo de varias generaciones, cuyos impuestos hicieron posible la creación de una infraestructura de formación de investigadores y apoyo a su actividad que lentamente puso a España en un lugar más que digno de la producción científica internacional. Dilapidar este esfuerzo extraordinario constituye un ejercicio de irresponsabilidad política, contrario a la inteligencia.

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