el as en la manga

Ángel Esteban

Sandy desde dentro

LOS que hemos vivido en huracán Sandy en directo, y no a través de las imágenes de televisión, sabemos que el reportaje fotográfico del New York Times sobre España devino una imagen distorsionada de la península y que, con un poquito menos de mala uva que los periodistas gringos, cualquier día de estos yo podría haber salido a la calle y realizar otro reportaje, sin demasiado esfuerzo, mucho más patético que el del rotativo neoyorquino, en sepia o en calamar. Pero no es momento de hacer leña del árbol caído (nunca mejor dicho) ni refocilarse en el mal ajeno. Verdaderamente, da pena recorrer las calles, los barrios, los pueblos, las playas, de Nueva York y Nueva Jersey, incluso mi avenida, ya casi arreglada, y observar las caras de quienes todavía sufren de un modo grave las consecuencias del suceso más violento ocurrido en este país desde la caída de las Twin Towers.

Los seis días sin luz, sin agua, sin gasolina, sin internet, sin ascensor (vivo en un décimo piso) son nada más una anécdota curiosa, comparados con la impresión de las doce horas que estuvimos en el ojo del huracán. Del mediodía a la medianoche del día D, el ruido que llegaba de los amplios ventanales era atronador. Ni en los peores inviernos del cierzo zaragozano de mi niñez recuerdo un embate similar. Mi barrio, a diez kilómetros del centro de Manhattan, se compone de casas bajas, a lo sumo tres pisos. La torre donde habito es la única de esa altura, de tal modo que veo, a mi derecha, el norte de la gran manzana, a mi izquierda los montes de Paterson, Wayne y Montclair, y al frente el norte de New Jersey y Nueva York, carreteras y edificaciones que se pierden en los primeros bosques frondosos anteriores a Catskill, las montañas donde Martí escribió sus Versos sencillos.

Por eso, las doce horas fatídicas fueron inenarrables, sobre todo cuando oscureció. Además de la angustiosa tronadera, el edificio se movía constantemente. No había luz dentro de la casa, pero fuera de ella se veían los árboles, como peleles o monigotes, a merced del viento. Lo más impactante, sin embargo, eran los continuos estallidos en diferentes zonas de la tierra, como relámpagos, pero de abajo hacia arriba, como las bombas en las películas de guerra. Eran los transformadores de luz, que explotaban (varios cada minuto), dejando estelas a muchos kilómetros. Como lo que veía y oía no podía ser verdad, me puse un antifaz, unos tapones en los oídos, me metí en la cama y le dije a mi media naranja: "el que se tope primero con las llaves de San Pedro, que espere, y entramos juntos".

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