PERDER el tiempo es todo un arte. Un arte ajeno a la holgazanería, pero también al entretenimiento que nos llena con su nada. Perder el tiempo es pararse en el momento adecuado y dejar que el mundo se inmiscuya en nuestros asuntos, interrumpa nuestro monólogo, nos rompa los planes. No recuerdo cuándo empezamos a calcular nuestra vida en lugar de vivirla, pero diría que es un mal de época. Hay quien pensará que sólo pierde el tiempo quien puede permitírselo, que hacerlo es un placer demasiado caro. La realidad, sin embargo, va más lejos que esta sospecha. Recuerdo haber escuchado cómo, a finales de los años 90, consiguieron reducir notablemente la violencia en los barrios más conflictivos de Nueva York. Para lograrlo no fue necesario disminuir las altas tasas de paro ni aumentar la represión policial, bastó con quedarse mirando mientras millones de ciudadanos sin seguros médicos ni derecho a una educación digna, eran parasitados por la televisión basura y la comida basura, únicos bienes cuyo acceso democrático garantiza Estados Unidos. Una persona sin trabajo es mucho menos peligrosa si entra en el estado catatónico depresivo al que aboca inflarse de beber o coger kilos y más kilos mientras se mira maniáticamente una pantalla. Eso no es perder el tiempo, es matarlo.

Me pregunto qué podemos hacer para adueñarnos de nuestro tiempo libre, al menos mientras lo permitan las sacrosantas reformas laborales. Cómo lograr que el descanso conviva con la improvisación, la reflexión, el diálogo familiar y público. Aunque internet nos ha sacado del espacio común de salones y cocinas para recluirnos en la soledad de nuestros dormitorios, sigo viendo como una ventaja las posibilidades de interacción, asociación y hasta militancia que ofrece la red. De acuerdo, sólo son posibilidades, hace falta voluntad y una cultura comunitaria para aprovecharlas, pero existen y están muy cerca. Más acá de la Red, el cinturón que aprieta como nunca este verano dejará a muchos sin viajes ni playa. O quizás no. Me vienen ahora a la cabeza aquellas vacaciones de mi infancia: horas de coche con toda la familia, mochila, bocadillo y tienda de campaña. Y, años después, el mismo plan con los amigos. Acampar tiene hoy nuevas significaciones. Algunas de ellas las contenían ya aquellas viejas tiendas donde pasamos veladas de cháchara con padres y amigos, donde acordamos entre todos cómo queríamos que fuera el día siguiente. Tiendas donde aprendimos a perder las horas para ganarlas. Porque adueñarnos de nuestro tiempo libre es también adueñarnos de nuestro tiempo.

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