Tribuna

Juan Manuel García Ruiz

Premio Granada Ciudad de la Ciencia y la innovación 2023

Venta del Charavinillo: ¡Por Javier!

No podemos olvidarnos de celebrar a aquellos ciudadanos cuya obra ha sido algo tan grande como crear un espacio donde hacer feliz a la gente, ayudarla a sentirse mejor. ¿Cómo se hace eso? ¿En qué universidad se estudia?

Venta del Charavinillo

Venta del Charavinillo / El Charavinillo

Supongo que todos tenemos querencia hacia lugares de nuestro entorno en los que recalamos sin pensarlo. Yo también tengo los míos, los que definirían la Granada que amo. En algunos de esos espacios siento palpitar una ciudad moderna, como en el Parque de las Ciencias, en el Centro José Guerrero, o en los excelentes laboratorios de investigación sembrados por esta ciudad talentosa. En otros, como en la colina de la Alhambra, me descubro ebrio de historia y de belleza enamorado de la sensualidad orgánica de los Mártires o de la geometría euclidiana del Carlos V; o perplejo en sus palacios ante la milagrosa coexistencia de mocárabes fractales y teselaciones cristalinas. En otros me siento un privilegiado, como cuando escucho flamenco impoluto en la Platería, contemplo Sierra Nevada cualquier día soleado de invierno, o estoy a centímetros de la mujer marinera que fuma en pipa en la Huerta de San Vicente. Y si alguna vez me voy de Granada, volvería siempre a esta ciudad para admirar desde la plaza del Carmen ese caballo con jinete imposible, del que dicen no gustarle a los granadinos, pero pobre del que no haya sentido alguna vez lo que ese quijote significa. Volvería -travieso- a preguntar en las tiendas de recuerdos de la Alcaicería por una figurita del caballo del Ayuntamiento. Los tenderos me negarían que existan, y yo les diré que tengo una. Les rogaré que la vuelvan a hacer. Y que esta vez no se olviden incluir el reloj y su lema.

Pero si he de elegir un lugar que haya sido mi refugio durante estos años atrás es (¡ay! fue) la venta del Charavinillo, también conocida por el Chavarino, una cortijada en mitad de la vega granadina del Genil, en la pedanía de Ambroz. Esa venta tenía una de las atmósferas mas seductoras que he conocido en mi vida. Y no solo me atraía a mi. A ella he llevado a amigos de decenas de países distintos -no exagero- y todos han sucumbido a su encanto. Franceses, alemanes, japoneses, norteamericanos, mexicanos, australianos, etc… han salido enamorados del Charavinillo -algunos también enamorados unos de otros- y ese encanto debía comentarse por el mundo, porque hay quien me ha echado en cara fuera de España: “Me han dicho que llevas en Granada a la gente a un sitio muy especial y a mi no me has llevado”.

Visité por primera vez el Charavinillo hace más de treinta años, si no recuerdo mal de la mano de Mercedes Palomo y Ramón Gago. Allí estaba Javier Alcaraz, su propietario, sereno, impasible, recostado en la barra o sentado en silla de plástico bajo la frondosa acacia de la entrada. Javier es el creador de una obra magnífica. No de la casa -de amplio salón que servía de taberna y patio recogido con ciprés enhiesto- sino del encanto de la casa. Hombre de pocas palabras que más que decirlas susurraba, Javier es el único granadino que avala el más imposible de los oxímoron, porque su inteligencia, cultura, juicio e ironía le dotaban de un especial sentido del humor, de una elegante malafollá.

Nadie sabe a ciencia cierta por qué nos encantaba el Charavinillo. Cada uno tendrá su explicación, pero entre las razones, si aquí cabe usar esa palabra, está la música. Aunque tuvieras una conversación animada, era imposible no sorprenderte ante una secuencia musical en la que después de un aria de Verdi entraba Manolo Caracol o el Pericón de Cádiz, y después de que Rocío Jurado nos dejara en el punto de partida entraba el swing de Dire Straits y a cuchillo de Mack la trompeta de Louis Armstrong. Nadie quedaba indiferente antes esas listas eclécticas de música que creaban Leila y Javier, ambos por lo que se ve, o mejor dicho por lo que se oía, dotados de un gran conocimiento y un exquisito sentido musical. Mas adelante encontrarán un ejemplo.

¿Qué otra cosa podía ser la fuente del encanto? Desde luego no era el vino. O sí, porque a contracorriente de la moda, Javier ofrecía un tinto que se llama Canchales y un blanco cuyo nombre no recuerdo porque no lo frecuentaba. Y no había mas. Cuando le protestaba me decía “tu te traes el vino que quieras, yo te lo descorcho y te pongo los vasos, pero aquí ese es el vino que hay.” La comida, de la que se encargaba exclusivamente él, contribuía también porque era singular, un conjunto de hallazgos como el lomo a feira o el melón aliñado con sal y vinagre. La ensalada de garbanzos, el abundante y canónico salmorejo, o los brillantes espárragos a la plancha, salpimentados con una mezcla de sal y especias que nunca me quiso revelar. El comedido uso de frutas y verduras de la vega en la decoración, las exposiciones en las paredes del salón y en el patio, los libros de los amigos -Javier había sido librero antes de tabernero y tenía un extraordinario poso cultural que exhibía con cuentagotas-.

El tenue efecto de la chimenea incapaz de calentar el volumen que creaba el techo desnudo a dos aguas. El entorno de choperas y secaderos, maíz y en su día tabaco. Y sobre todo la luz; la luz discreta del interior de la taberna y la divina luz andaluza de los atardeceres y noches de la vega. El olor a tierra húmeda del vado del rio Dílar y el olor a hogar de la taberna. El plantel de camareras –Angie, Inma, Leila, Concha, Eva, Ester, Laly, Virginia, … a las que dejaba hacer y a las que pagaba religiosamente lo estipulado en el convenio colectivo. A Javier le ofrecieron varias veces reconvertir esa venta en un restaurante lujoso y moderno con grandes beneficios. Se negó siempre ipso facto, desoyendo convincentes razones mercantiles. Y desde luego, también ayudaba a crear ese ambiente que se prolongaba hasta altas horas de la noche, el otro plantel, el de los clientes tan singulares que allí se reunían, lo mejor de cada casa, actores de ese espectáculo que era el cortijo Chavarino, de todas las edades, de todas las condiciones, cada uno metido en su papel, tanto que algunos incluso cocinaban ¡salucitaaaa!

Javier Alcaraz falleció hace casi dos años víctima del maldito virus matador. Se fue, y con él se llevó para siempre la venta del Charavinillo. En cierta medida es justo que así fuera. Allí donde se ha ido no hay huríes ni edenes ni paraísos. Ni falta que hace. El lo tuvo aquí y lo disfrutó. Le dio la vuelta a los textos bíblicos, porque fue él quien enseñó a los dioses cómo se hace un pedacito de cielo en la tierra y no al revés. Creó un aire laico que ayudaría a recorrer el camino de la vida mejor que cualquiera de las iglesias del culto ¿Cómo se hace eso Javier?

Estamos acostumbrados a celebrar a aquellas personas que han realizado una obra literaria o plástica, a científicos, arquitectos e ingenieros, por sus descubrimientos, sus edificios o sus obras. Y es bueno que lo hagamos. Pero no podemos olvidarnos de celebrar a aquellos ciudadanos cuya obra ha sido algo tan grande como crear un espacio donde hacer feliz a la gente, ayudarla a sentirse mejor gente. Insisto ¿cómo se hace eso? ¿en qué universidad se estudia?

Sus clientes, amigos, partidarios, correligionarios, adeptos y adictos, no hemos podido, no hemos sabido, organizarle una fiesta en la que fue su casa y un poco la de todos nosotros. No nos lo han puesto fácil. Hace unos días Angie, una de las camareras referentes del Charavinillo, cansada de esperar, envió una propuesta concreta : “Os propongo que un jueves o cualquier otro día os pongáis un vino y escuchéis la lista de temas que os mando. Y así hacerle un homenaje al alma máter de esa venta: ¡Por Javier!".

Yo lo haré. Me sentaré con un vaso de vidrio y una botella de Canchales u otro tinto honesto en cualquier rincón apartado de la vega. Beberé por él, por Javier Alcaraz y por su obra; buscaré en el baúl de mis recuerdos tantas horas vividas en el Charavinillo. Y ojalá que cuando esté inmerso en esos devaneos y ensoñaciones encuentre otra vez ese estado del alma, ese bello, plácido y fugaz equilibrio inestable que llaman felicidad y que dura un instante: el instante preciso.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios