De imprescindible a prescindible. La mascarilla ha tenido una vida muy muy breve, pasando de ser un objeto casi de coleccionista, con precios prohibitivos muchas veces, a un objeto casi decorativo, un accesorio que, como un clínex, se puede guardar en el cualquier lugar (el cuidado extremo de antes ya no está de moda) o, incluso, arrojarlo a cualquier lugar de la calle, donde permanecerá, invisible a ojos de los viandantes, hasta que el servicio de limpieza municipal lo recoja. Es casi una versión moderna de ese tempus fugit que hablaban los autores clásicos.
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