Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
No hace falta ser Agustín de Hipona para marcarse unas reflexiones sobre el paso de un señor, el tal Tiempo, que ostenta gran amor a la vida, pero, en el fondo, es un canalla y cada vez lo es más, y esto último lo digo por completo subjetivamente; como sujeto que es uno. El orden de los sucesos, el tiempo, es un majado de situación, movimiento y ánimo. También es un adictivo compañero del alma, y uno bien traidor, porque más pronto que tarde acaba por mostrar una falta de respeto a nuestra vida realmente decepcionante. El tiempo no es de fiar. Hay que quererlo como es.
A algunos vitalistas cercanos, adictos a reprender al serio y hacer estigma de la tristeza como de la mismísima muerte, y quizá a dar bienvenidas al sol o aplausos al acostarse el astro, les resulta incómodo comentar la decadencia e incluso que menciones a tus muertos, no digamos a los suyos. Se irritan, les parece eso como zamparse dos naftalinas y tragarlas con Varón Dandy: cosas de viejuno, ajenas a la diosa empatía y a su omnipresente prima, llamada autoestima. Cosa deseable, ella, como la salud o la capacidad de esprintar. Se malicia uno que no pocos archiduques y baronesas de la autoestima y la positividad son timoratos vasallos de la vida, en modo apóstol: te la prescriben a ti, pero se lo están diciendo a ellos.
“Que el tiempo no pare, no, que el tiempo no pare, ¡no pare!”, cantaría aquella maciza argentina, Manterola. Va a ser que no. Me comentaba un vecino “no paran de pasarme cerca las balas”. Páñum, páñum, fíu, fíun se decía en tiempos de los cow boys de a peseta. Más años acumulas –esas convenciones “antroplanetarias”–, más gente has conocido, y por tanto más conocidos quedan en marcos de alpaca, sueños y remembranza.
Decía mi añorada Engracia Lanuza que uno debe de ir metiendo conservas de amor y tarros al vacío de ternura y buenos momentos en “la despensa del cariño”. Más no deifiquemos a la risa, que a veces da fatiga. Tampoco y por contra, castiguemos de continuo con nuestras brasas cenicientas. Que de todo hay en la viña del Señor: uvas agraces y dulces; también pulgón y filoxera.
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