Contra las pintadas

Las pintadas son feísimas y eso no es todavía lo peor: son un índice del civismo de nuestra sociedad

A pesar de mi fama –ganada con sudor, sangre y lágrimas– de pánfilo, de ingenuo y de optimista irremediable, me irritan bastantes cosas. Llevo fatal el desdén a las opiniones opinables, la corrupción política, el rictus de superioridad o las mentiras de racimo. Pero esas irritaciones mías suelen ser proporcionales a lo que las causa o, incluso, se quedan por debajo. En cambio, hay una irritación que excede mucho su motivo, y que apenas puedo contener: las pintadas en las calles. Me sacan de quicio.

Imaginen, por tanto, la penitencia de mi Semana Santa. En los días laborables no salimos del carril consuetudinario, que vuelve casi invisible el paisaje; en navidades vamos de casa en casa; y en verano de playa a terraza. La Semana Santa, sin embargo, es la época en la que callejeamos sin descanso. Es la apoteosis del trazado urbano.

Como nuestros pueblos y ciudades son tan bonitos, eso suele ser motivo de grandes satisfacciones estéticas. La decadencia de algunas casas-palacio incomoda, sí, pero esa lástima viene muy tamizada por la melancolía y la compresión estoica de los estragos del tiempo.

Lo que no se puede soportar son tantísimas pintadas tan repetitivas y tan sucias. Este año, con menos gente en las calles, se ven aun más. Y uno se pregunta por qué. ¿Qué lleva a nadie a comprarse un spray y ensuciar así fachadas recién encaladas o muros de piedra o paredes decadentes, sí, pero en las que había que dejar que el tiempo y la humedad campasen por sus respetos? Muchas pintadas están, encima, en unos caracteres ilegibles entre chinos y semíticos, que no sé ni si existen. Otras son dibujos rematadamente feos. Incluso las más comprometidas políticamente son contraproducentes, porque, si les preocupase la cosa pública tanto como afirman, no harían pintadas. Hay declaraciones de amor que tampoco se ganan mi indulgencia: son cosas para decir al oído.

No me enfada sólo por la fealdad, sino también por lo malo que es el hecho en sí. Me preocupa la educación cívica de quien estropea de esa manera tan gratuita y absurda el entorno de todos y el mobiliario urbano. Las pintadas muestran una irresponsabilidad civil que no augura nada bueno para el futuro.

Tendría que imponerse una tolerancia cero; pero la impresión es que impera la impunidad. Así, además de la malísima cara que se les queda a nuestras ciudades, los “artistas” no serán nunca conscientes de lo feo y lo tonto que hacen.

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