La tribuna

Ana Laura Cabezuelo Arenas

A propósito de Henry

NO son infrecuentes, por desgracia, los casos en los que las personas más indefensas de nuestra sociedad son víctimas del desprecio y de la maldad gratuita de los que les rodean.

La difusión de un vídeo en el que se vejaba a un deficiente mental y del que tuvimos noticia hace algún tiempo constituye un exponente de que el motor que mueve a muchas individuos en nuestra sociedad es lo que cabe denominar "maldad gratuita", esto es, el deseo de causar mal a nuestros semejantes, que ninguna ofensa nos profirieron, por puro sadismo. Es la peor de las maldades: la que se ejerce por el puro y simple placer de causar daño.

Fenómenos tan repugnantes como éste al que nos referimos nos alertan de la absoluta falta de valores que reina en nuestra sociedad, en la que se puede avasallar la intimidad de otros, y convertir su sufrimiento, a veces, en un negocio, amparado todo ello por la imperfección de los textos legales, o simplemente porque la reparación que se obtiene tras un proceso interminable es insignificante si la comparamos con la magnitud del beneficio económico que ya alcanzó quien dejó al descubierto la desgracia ajena.

Ahora hemos tenido conocimiento de que a unos jóvenes que presentaban el síndrome de Down y que se divertían pacíficamente en un pub se les "ha invitado" a abandonar el mismo, indicándoles el camino de salida con la excusa de que "la hora del recreo ya ha finalizado" -expresión que en sí misma encierra el desprecio de tratar como niños a adultos que simplemente presentan una discapacidad y que, según se ha difundido en prensa, están integrados en el mundo laboral, en el que se desenvuelven como cualquier ciudadano- . Ante la afluencia de nuevos clientes que pudieran sentirse incómodos, contemplando que no todo el mundo está en posesión de un cuerpo diez y que el sufrimiento existe, se optó por mostrar el camino de salida a los que no se amoldan a los cánones de belleza y perfección que la sociedad exige. Entiendo que los locales de diversión están hechos para todos, si nos sabemos comportar, y que el camino no consiste en hacer que la sociedad esconda la cabeza como el avestruz, ignorando el drama de otras personas, sino en propiciar la integración de las mismas y luchar contra la discriminación, como pretendemos con las reformas que se suceden en los textos legales.

Recuerdo ahora las imágenes en las que una ecuatoriana era brutalmente agredida e insultada por un energúmeno ante la absoluta pasividad de otro joven, deducimos que inmigrante, por sus rasgos raciales, que contemplaba impasible la escena, sin levantarse en ningún momento del asiento para detener al agresor o auxiliar a la víctima.

A lo largo de los años, nos percatamos de que en nuestra sociedad la palabra "solidaridad" la inventaron para aplicarla a terceros que se hallan lejos de nosotros y que ninguna molestia pueden causarnos, pero no a los que se hallan a nuestro alrededor. Uno puede ser solidario con los que pasan hambre en Etiopía, o con la causa del Tercer Mundo, exigiendo que a los países pobres les condonen la deuda, pero cuando se trata de hacer un favor a un amigo o pararle los pies a un prepotente para el que desentona un discapacitado en su local la cosa cambia.

En la terraza de un conocido restaurante sanluqueño contemplé en una ocasión cómo cuatro individuos de edad madura se mofaban de un muchacho aquejado del síndrome de Down. Cuando las bromas subieron vergonzosamente de tono, me bastó preguntar al más osado qué opinaría si le hicieran las mismas proposiciones a uno de sus hijos, caso de padecer esa discapacidad, o si el padre apareciera en cualquier momento y fuera informado del proceder vergonzoso que estábamos contemplando. Las crueldades cesaron de inmediato. Las personas sólo reaccionan cuando piensan que el mal del que se mofan lo pueden sufrir ellos o los suyos.

A los aficionados al cine les conviene rememorar una película de Harrison Ford A propósito de Henry, cuando aquella mujer, casada con un atractivo y prepotente abogado millonario que le era infiel, se encuentra de la noche a la mañana con un marido que no sabe leer ni escribir, ni atarse los cordones de los zapatos y al que todos abandonan y ha de alimentar ella modestamente con su propio trabajo. Un accidente, en cuestión de segundos, le ha privado de todos sus recuerdos y de su riqueza, aunque transformó a un profesional desalmado en un ser con corazón. La vida da muchas vueltas y nadie está libre de experimentar el dolor. Riamos con los que ríen y lloremos con los que lloran. Permitiendo que estos últimos puedan gozar también si lo desean.

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