De Reojo

José maría requena company

Las raíces del cariño

Los primeros amigos en la historia quizá fueran los protagonistas de la Epopeya de Gilgamesh

La literatura fue siempre exquisitamente sensible con la amistad. Los primeros amigos en la historia quizá fueran los protagonistas de ese prodigio poético que es la Epopeya de Gilgamesh, y su amigo Enkidu, un cántico al nexo fraternal eterno que luego todos los clásicos, desde Homero o Petrarca hasta Carlos Gardel (ahí queda su inefable "Mano a mano") honraron como la expresión más elocuente y lograda de solidaridad: la que mejor justificaba que hasta se pusiera la vida en juego por el otro, si falta hiciera. Quiso luego sintetizarlo el Pantchatantra así: «dar y recibir / contar secretos y preguntar por ellos / Comer y convidar / éstos son las seis características de la amistad». Se quedaba corto, desde luego, pero da pistas. Porque la amistad que conozco y a la que quiero referirme, es un don viceverso, un vínculo de comunión que germina en algún momento al compartir, siquiera ocasionalmente, vivencias o querencias, qué más da, y va nutriendo, en almas fértiles, una empatía franca que cristaliza en una ligazón tan fuerte o más que otros afectos, acaso porque carece de resabios utilitaristas. Un rasgo éste que la diferencia de lo que llaman estima, devoción, pasión o alguna de esas emociones propias del apego filial, tribal o del amor cortés, que engalana el instinto procreador y, ya puestos, de la pulsión libidinosa que campa sin freno por el carpe diem. Aunque al cabo, cada modalidad afectiva, suele tener una naturaleza efímera y solo pervive, tras tiempos de ausencia, aquella que dejó alguna raíz soterrada en esa galería íntima de trofeos emotivos que nos pueblan el alma. Un tipo de raíz trenzada con una materia indomable: el cariño. Y además una raíz insustituible y que tampoco precisa reemplazo, porque cada una, es única y su paso por nuestra vida tiene la misma eficacia epigenética de los marcadores heredados que nos conforman y nos hacen ser como somos. Hace unos días encontré una amistad de la adolescencia y, cincuenta años después, comencé a hablar como si fuera ayer cuando habíamos dejado de vernos. No pude ni quise evitarlo. Y es que, cuando la raíz pervive incrustada, llegado el reencuentro basta el timbre de voz del saludo, a veces solo el hálito de una sonrisa, para que rebrote el tallo de la amistad y trepe instantáneo por el ánimo, tan lozano y vigoroso como se mostraba en aquellos años en que germinó. Aunque ahora, también, cargado de recuerdos y ternura.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios