Cambio de sentido
Carmen Camacho
Zona de alcanfort
GRECIA ha sido siempre un símbolo que se debatía entre la mitología y la realidad, según la hemos visto el resto de los europeos, porque Europa, antes y ahora también, no ha dejado de ser un mito. Europa -que dio nombre a un continente- era, según esa mitología, una bella mujer de Tiro que enamoró a Zeus que, convertido en toro blanco, la raptó, la sedujo y se la llevó cabalgando sobre sus lomos para gozar de su cuerpo virginal, hacerle tres hijos y convertirla en la primera reina de Creta. De ese rapto de la leyenda se han realizado infinidad de obras artísticas. Rubens, Rembrandt, Veronés, Picasso y Botero, entre otros, nos han dejado sugestivas estampas llenas de sensualidad.
Es curioso que en la mitológica Europa de hoy -donde los dioses del Olimpo son los banqueros, los especuladores, los mercaderes sin escrúpulos y hasta los políticos, adoradores del becerro de oro- sean dos países, origen de la leyenda, como Grecia -donde llegó la bella Europa- y España -donde todavía el toro en que se convirtió Zeus es un tótem que figura en muchas banderas-, en los cuales sus ciudadanos están sufriendo las consecuencias del nuevo rapto real de Europa, en una pornográfica violación de sus más elementales derechos. Hace tiempo que el ideal -o mito, si se quiere- de una Europa libre, unida, solidaria, celosa de sus libertades y derechos, en cuyo Parnaso todos deseábamos instalarnos, ha sido secuestrada por políticos mediocres que han olvidado el guión de sus antecesores; por parlamentos, órganos, consejos atildados que sólo tienen la mirada puesta en su ídolo aurífero, al que hay que ofrecer las vírgenes en el altar de los sacrificios para contentar sus deseos. Especuladores, codiciosos sin freno, ocultos bajo una especie de dioses anónimos e implacables, al que llaman "mercados", hace tiempo que han raptado a la bella Europa, para convertirla en una vulgar meretriz, a la que se abandona cuando ya no sirve para satisfacer los apetitos.
Hay un silencio cómplice en las instituciones y los representantes más conspicuos europeos cuando no se hace nada por rescatar a la bella violada tan groseramente. Llámese liberalismo, egoísmo o como se quiera, aterra contemplar la pasividad con que el Olimpo de los dirigentes asisten impasibles al rapto y a la violación, sin advertir que con esa mezquina actitud también están firmando la muerte de Europa. Entregar Europa a los turbios deseos de los Zeus del siglo XXI entrará, sin duda, en la nueva mitología de un continente donde la violación sea un acto normal: Violación de derechos, castigo a los desfavorecidos, tristeza, dolor, hambre y muerte. Si a esa Europa es a la que se aspira, yo, desde hoy mismo, me avergüenzo de ser europeo, de pertenecer a esa tribu cainita de dirigentes estúpidos y adoradores del becerro de oro, que ni siquiera tiene la dignidad de ser toro, antes de morir apuntillado en una plaza.
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