SE supone que uno ve los partidos importantes en su casa, en la de unos amigos o en el sitio donde se juega la final. Pero nada de eso ocurrió el sábado. Ni Wembley ni Granada. Estábamos varios colegas en París, el congreso acababa de terminar y fuimos de La Sorbona hacia el Panteón. En una de las esquinas, la más cercana al río, hay una iglesia algo extraña en su estructura pero maravillosa por fuera y sobre todo por dentro, de esas que te transportan a una novela de Eco o una leyenda de Bécquer. Bajando la cuesta a la izquierda aparecía una concentración de bares y restaurantes similar a la de Navas, y apenas se podía caminar por medio de la calle. En la primera plaza vimos un lugar bastante lleno, pero con tres pantallas, una de las cuales era enorme y disponía todavía de un hueco en la parte del público y unas diez o doce sillas.

El ambiente, para mí, era extraño: un atlético rodeado de un grupo de madridistas furibundos que apostaban por el Manchester, con raras excepciones culés, franceses que no se sabía muy bien con quién iban, y un grupito de catalanes al lado que animaban, lógicamente, al campeón. Siempre que un equipo español llega a una final, sea cual sea, lo he apoyado sin reservas. Pero también entiendo que los madridistas, después del hartazgo y la polémica de los cuatro clásicos de abril y mayo, estén de Shakira, de Villar y de los árbitros hasta el moño.

Dicho esto, no queda más que rendirse a la evidencia. Probablemente, este Barça es el mejor de la historia, y Guardiola uno de los más brillantes entrenadores de todos los tiempos, no solo por las estrategias de juego, el tiki-taka del pobre Andrés Montes, que en gloria esté, sino por el modo de manejar psicológicamente a los jugadores, los tiempos y hasta las intervenciones ante la prensa. El fútbol ya no es un deporte, una competición, sino una parafernalia, una máquina de hacer dinero, de obtener poder y conseguir fama, una guerra que requiere el alma y el cuerpo no solo de once jugadores, sino de cientos o miles de implicados, empezando por el gran cerebro, Cruyff, que vio hace treinta años lo que podía ser el siglo XXI. Él, como un gran estadista, un nuevo Napoleón, pensó en el futuro, y el Barça es hoy lo que pasó por su cabeza: un artefacto perfecto, construido pieza a pieza, con paciencia, día a día, lustro a lustro. Su idea del fútbol es hoy la ley. Y funciona. Ya van cuatro Champions, varias ligas, copas de todo tipo y, sobre todo, un juego espectacular. Solo ha habido un cambio: el día que le dio un infarto cambió el cigarro por el chupa-chups.

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