En Fitur se ultiman los detalles para el gran evento turístico de la era Covid. España quiere recuperar la confianza de los mercados y que vengan muchos forasteros este verano. Quiere batir el récord de selfies y que hoteles, bares y chiringuitos remonten esta cuesta de enero que se alarga. Mientras los chapistas rematan los curiosos estands en el pabellón de Ifema, a 700 kilómetros, en España (la España de Ceuta), se agolpan otros turistas que entran en masa por la costa. Pagan un peaje más caro, no llevan cámaras de fotografía caras, hay muchos niños descamisados. Los hay que incluso llegan desmayados y tiritando porque el billete a nado no es en primera clase. Estos marroquíes y subsaharianos no tienen intención de buscar en la agenda los grandes conciertos del verano, parece que tampoco están muy interesados en grandes exposiciones y se conforman con saciar el hambre. Su viaje es mucho más desesperado y todavía les queda lo más difícil, jugarse la vida saltando la valla. La misma que separa ambos mundos, tan cercanos y tan lejanos como la ceguera de un mundo injusto donde la única verdad se llama azar.

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