Más allá de las claves internas de la política vasca, que tiene características muy particulares, lo que trasciende al conjunto de España de la campaña para las elecciones del próximo día 21 es el blanqueamiento de Bildu y su proyección como una fuerza política homologable a cualquier otra. Es cierto que hace más de una década que ETA desapareció. Pero no es tiempo suficiente para que su recuerdo se haya borrado. Son muchos los crímenes que continúan sin haber sido aclarados y muchas las víctimas que sufren aún las consecuencias de uno de los fenómenos terroristas más perdurables y crueles de Europa. Y Bildu, se mire desde la óptica que se mire, es la organización que, alejada ya de la violencia, es la heredera política e intelectual de la banda terrorista. El hecho de que la persona que sigue haciendo y deshaciendo en Bildu sea Arnaldo Otegi, condenado por terrorismo, es una muestra clara de esa conexión, aunque ni mucho menos es la única: entre las formaciones que la integran está Sortu, el último disfraz político del que se valió ETA. La homologación de Bildu responde a una estrategia puesta en marcha por Pedro Sánchez tras la moción de censura de 2018 tendente a conseguir apoyos que apuntalaran su débil mayoría en el Parlamento. Esta estrategia se ha consolidado tras las elecciones del 23 de julio, con hitos como la entrega por parte de los socialistas de la Alcaldía de Pamplona y hoy puede decirse que Bildu se ha convertido en uno de los socios más estrechos de los socialistas. Lo es hasta el punto de que una de las hipótesis que se manejan es un posible apoyo del Partido Socialista de Euskadi a un lehendakari de Bildu en el caso de que sea esta formación la que más votos saque en las elecciones. Conviene resaltar esta circunstancia porque, por mucha distancia temporal y política que se quiera poner, la sombra de ETA sigue proyectándose sobre Bildu.