Tribuna

Salvador moreno peralta

Arquitecto

Franco franquiciado

Franco franquiciado Franco franquiciado

Franco franquiciado / rosell

En un reciente viaje a Vicenza, siguiendo las huellas de Palladio, pude observar una lápida sobre un edificio de la calle que lleva el nombre del gran arquitecto. Estaba dedicada al teniente piloto de aviación Enrico Schievano, muerto en combate el 26 de agosto de 1937 durante la Guerra Civil española. Italia es una democracia plena mucho antes de que lo fuera la española, pero ello no obsta para que al cabo de ochenta años se honre a un hijo de la ciudad, aunque cayera pilotando un Savoia Marchetti desde el lado ominoso de los cielos y la historia. Los italianos no tiene en eso problema porque, a pesar de haberse aliado con Alemania en la II Guerra Mundial, se arrepintieron a tiempo haciendo el exorcismo de su propia vergüenza con el simétrico oprobio de colgar a Mussolini y a su amante de los pies en la Plaza de Loreto, entre dos edificios religiosos y un palacio de Bramante. No les hizo falta una Ley de la Memoria Histórica porque así, mediante este siniestro conjuro, creyeron exorcizar el fascismo para siempre, aunque Salvini viene a recordarnos ahora que nada en este mundo es eterno. A nosotros los españoles Franco se nos murió matando sí,… pero en la cama; y más allá de la reparación moral a la que tienen derecho todas las víctimas del régimen con familiares en las cunetas, el derrotero que está llevando la Ley promulgada a tal fin más parece afanarse en construir un engendro argumental con el que continuar la guerra civil … y ganarla, aunque sea, como en este caso, desde la poco gallarda actitud de alancear moros muertos, según la expresión castiza. El que entre las medidas de esta Ley esté la creación de una llamada Comisión de la Verdad resulta estremecedor porque, además de ratificar que la Verdad es la primera víctima de la guerra, como decía el senador Hiram Johnson, semejante aberración nos llevaría a la paradoja de exorcizar el fascismo con una medida genuinamente fascista y totalitaria, pero no le pidamos coherencia a los que hoy día aporrean la política con certidumbres de tipo norcoreano.

Se ha planteado la posibilidad de que los restos de Franco continúen su orgánica descomposición en la catedral de La Almudena, donde la familia tiene comprado un panteón, una vez exhumados los despojos de su ampuloso mausoleo de Cuelgamuros. El obispo de Gerona se ha apresurado a decir que ese señor no puede yacer en sagrado, por más que la institución que representa, movida por una caridad infinita, haya dado cobijo a miles de dictadores a lo largo de su historia, a veces bajo palio. De hecho, el Vaticano ha desautorizado a nuestra inquieta vicepresidenta cuando ésta afirmó alegremente que la Iglesia estaba de acuerdo en llevarse la osamenta a otro lado, dejando claro que en las cosas del Más Allá siguen mandando ellos.

Teme el Gobierno que la Almudena se convierta en un lugar de peregrinación fascista, algo que, si sucediera, sólo sería consecuencia de su propio y original desatino, al haber revivido un fantasma que estaba más desactivado que el de Canterville. Pero salvo que nuestro presidente tenga sólidas razones de índole política para reanimar ectoplasmas, lo cierto es que la tumba de Franco en el Valle de los Caídos estaba ya siendo, desde hace mucho tiempo, objeto de una peregrinación más turística que política, lo cual zanjaba de por sí toda posible incitación a una nostalgia de nocivos efectos retardados. El turismo, por su propia naturaleza, es algo esencialmente apolítico, neutralizador y esterilizante; no descubre valores para transformarlos en productos, sino que banaliza los ya descubiertos de manera que ante ellos toda conmoción anímica, todo goce estético o interés sociocultural se agota y se consume en el propio acto atrapado en una foto, en la memez de un selfie o en la compra de un souvenir probablemente fabricado en China. Sinceramente, creo que el Valle de los Caídos no movía en nuestro espíritu ni impulsos de cazar rojos ni sentimientos de reconciliación nacional, de la misma forma que la sonrosada momia de Lenin en la Plaza Roja no nos hace añorar el paraíso proletario, y la tumba de Fidel Castro en el Cementerio de Santa Ifigenia de La Habana es hoy una atracción turística que rememora el tiempo de los dinosaurios, más que a una Revolución ya apolillada.

El turismo entra a saco en los significados de las cosas y los sustituye por unas representaciones ausentes de cualquier otra simbolización que no sea la de su valor de en la industria del ocio. Si es así pues no hay mal que por bien no venga: Franco turistizado, franquiciado en pines con la bandera preconstitucional, o en CD con sus discursos de voz atiplada, era cada vez más un material tan turísticamente lucrativo como políticamente inerte. El que hoy crezcan en nuestro país los venenosos populismos de signo opuesto no es por que existan mausoleos que a nada incitan en su grotesco anacronismo, sino por la ignominia de una clase política irresponsable que, para hacernos olvidar su flagrante ineptitud en la gestión de lo cotidiano, no tiene empacho en convertir en odio activo el odio enterrado, dinamitando una convivencia consolidada en cuarenta años de democracia. Y eso sí que era un monumento levantado con el esfuerzo de todos.

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