Tribuna

fernando castillo

Un alemán en Darlington Hall

Un alemán en Darlington Hall

Un alemán en Darlington Hall

Una de las ventajas de la nueva televisión es que se puede volver a ver Lo que queda del día, la película de James Ivory rodada en 1993, con detenimiento. Basada en la novela del Nobel Kazuo Ishiguro y adaptada por Ruth Prawer Jhabvala, narra la vida en Darlington Hall, un manor muy de Evelyn Waugh que tiene categoría de personaje, convertido en epítome de las mansiones inglesas del primer tercio del siglo XX. Solo por la interpretación de Emma Thompson y Anthony Hopkins merece la pena ver el melancólico destino de una pasión contenida, que se desarrolla entre el servicio de una casa señorial durante los años de entreguerras. Sin embargo, la película y la novela contienen algo más: describen la conflictiva y diversa realidad de la sociedad y la política inglesa en los años anteriores a 1939.

El pacifismo radical surgido entre quienes vivieron la Gran Guerra, el miedo a la extensión del comunismo tras las huelgas de los años veinte así como la moda de los gobiernos fuertes y del antisemitismo, explican la aparición en Inglaterra de simpatizantes del fascismo como Sir Oswald Mosley o dos de las hermanas Mitford, Unity y Diana, mujer de Mosley, sin olvidarnos de Wyndham Lewis. A todo ello se sumó una corriente germanófila partidaria del apaciguamiento ante el rearme y la expansión de la Alemania de Hitler, que tuvo especial acogida entre la aristocracia británica y que alcanzó al propio rey Eduardo VIII, que tras abdicar en 1936 devino en duque de Windsor. Más o menos lo mismo que sucedió en Francia, quizás con mayor intensidad por aquello de la cercanía con Alemania.

El personaje de Lord Darlington en Lo que queda del día encarna a la perfección esta corriente que, desde el interés o la buena fe, intentaba evitar una guerra a cualquier precio, incluidas todas las concesiones a una Alemania que consideraban había sido injustamente tratada por los vencedores en el Tratado de Versalles. Es conocido el fracaso de la política de Lord Halifax y del premier Neville Chamberlain, quienes aparecen en la película visitando Darlington Hall escoltados por los blackshirts de Oswald Mosley, para entrevistarse con una delegación alemana encabezada por el embajador y futuro ministro Joachim von Ribbentrop. Son unas secuencias memorables en las que los asistentes a la reunión, atendida por un impresionante Anthony Hopkins en funciones de mayordomo, despliegan el antisemitismo y el autoritarismo propio del fascismo. En ella se discute la necesidad de una aproximación angloalemana que dejaría las manos libres a Hitler en el continente y reforzaría el aislacionismo creciente entre los británicos. Como simpatizante de esta corriente de apaciguamiento asiste un ingenuo Lord Darlington, entregado a las exigencias de los representantes alemanes con quienes intenta establecer acuerdos al margen del Gobierno y del Parlamento británicos.

En un momento dado de la película, el germanófilo Lord Darlington se dirige a su mayordomo aludiendo a Karl-Heinz Bremer, un buen amigo alemán que incapaz de superar las consecuencias de la Gran Guerra se había suicidado después. Sorprende el nombre del personaje aludido. ¿Por qué la guionista ha recurrido a la figura del oficial adjunto del Instituto Alemán en París y miembro de la Propaganda-Staffel parisina que años después se ocuparía de la censura durante los primeros tiempos de la Ocupación? El joven historiador y escritor, amigo fuerte de Robert Brasillach, fue junto con Gerhard Heller el alma del encuentro de escritores del Nuevo Orden celebrado en Weimar en 1942, que luego acabó enviado al frente ruso en castigo por su complacencia con los franceses, donde murió al poco de llegar. Bremer fue uno de los considerados “buenos alemanes” del París ocupado, unos profesores movilizados para cumplir funciones de carácter cultural que compartían su entrega a la cultura francesa, de los que se decía no eran ni demasiado nazis ni demasiado antisemitas. Un grupo de oficiales cultos a los que se podían añadir otros como Ernst Jünger o Hans Speidel, de manera que no es de extrañar que la conspiración contra Hitler tuviera en París uno de sus centros principales. No sorprende que Karl-Heinz Bremer fuera un personaje apreciado entre los escritores colaboracionistas. En su banquete de despedida el propio Brasillach, quizás más nazi que el alemán, pronunció un discurso en el que señalaba como estos oficiales se podían permitir el lujo de ser liberales en Francia. Su muerte a las pocos semanas de llegar a Leningrado fue cantada por Henry de Montherlant y, naturalmente, por un desolado Robert Brasillach.

Una explicación a la inclusión anacrónica de Karl-Heinz Bremer, un personaje apenas conocido en Inglaterra, en el mundo un poco turbio de Darlington Hall y en el entorno de los fascistas británicos, es quizás la de ser un guiño para sugerir la homosexualidad de Lord Darlington. Sea como sea, su aparición en la película no deja de ser una sorpresa añadida a una obra magnífica.

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