Eran tiempos menos austeros

Eran tiempos menos austeros / rosell

En su último libro, Cuchillo, donde cuenta el apuñalamiento que en agosto de 2022 casi le cuesta la vida, dejándole entre otras secuelas la pérdida de un ojo, Salman Rushdie no se permite darse pena por su convalecencia al ver cómo dos de sus mejores amigos combaten contra el cáncer. Infructuosamente, pues uno de ellos, Martin Amis, perdió ese combate en mayo del año pasado y el otro, Paul Auster, lo acaba de perder el último día del reciente abril.

Para la generación de lectores españoles que rondaba los veinte o veintipocos años en los primeros 90 (del siglo XX, claro), las novelas de Paul Auster, junto con las de la generación británica que su editor en España, Herralde, llamó el dream team, la de Amis, McEwan, Barnes, Ishiguro y el propio Rushdie (a quien nunca incluye porque no publicó ninguna de sus novelas), con sus lomos amarillo pálido reconocibles a primera vista en cualquier estantería de las librerías españolas de entonces, trajeron, aparte de esa especie de cultura cosmopolita que nos hacía creernos tan vecinos de Nueva York como de Londres o Flaubert, la confirmación de que la llamada nueva narrativa española (la de los Javier Marías, Vila-Matas, Pombo, Azúa, Mendoza, etc.), en buena medida también publicada por Anagrama, estaba tan a su altura que por fin nos quitaba el pelo de la dehesa literaria, esa creencia de que la literatura española seguía anclada en Delibes y Cela. Saldaba ese complejo de inferioridad siempre tan presente en España, en todos los ámbitos. Y durante años Auster fue un autor casi más querido por aquí que en su país. Hasta que los lectores de esa generación nos fuimos cansando, o llegaron otros que lo cambiaron por Murakami, porque también juega con el azar y su prosa a veces tiene la consistencia del humo, porque de lejos pueden parecer escritores con un cierto aire de familia, o por su mujer, Siri Hustvedt, que, mal que les pese a las feministas fundamentalistas, no le llega a su marido a la suela del zapato. Siguió estando, pero ya apenas lo leíamos. ¿Cuántos que devoraron La invención de la soledad, Trilogía de Nueva York, La música del azar o Brooklyn Follies han leído 4 3 2 1 o su largo libro sobre Crane? Aquellos tiempos menos austeros, el dinero escaseaba pero nos sobraban ilusión y tiempo, dieron paso a éstos, más austeros, donde ya escasea de todo y meternos a leer mil páginas de Auster, tan dado por descontado, como que no nos llama.

Se ha comparado a Auster con Woody Allen, porque ambos han hecho de Nueva York, o mejor dicho Brooklyn, un personaje con entidad propia. Aparte de sus orígenes judíos, ambos comparten ese toque intelectual que tanto gusta en la vieja Europa, esa idea de que en la gran capital de Occidente todo el mundo está discurseando a todas horas, y no tienen más preocupaciones que su última lectura o la extinción de su matrimonio, no por problemas de cintura para abajo (eso queda para el obseso de Philip Roth), sino por el aburrimiento propio de quienes no tienen que preocuparse de si llegan a final de mes o de qué llevarse a la boca. Por eso quienes confunden Nueva York con los Estados Unidos, y creen que aquélla es Allen o Auster, luego no se explican que un mastuerzo como Trump puede ser elegido, y reelegido, me temo, presidente. A los viejos lectores de Paul Auster les gustaría que todo USA fuera New York, pero no es así. Hay más USA en un libro como Pájaros que se quedan, de Eduardo Jordá, que en toda la obra de Auster.

Cuando un escritor muere, aparte de agradecer las muchas horas de placer dadas a sus lectores, es inevitable pensar en la perdurabilidad de su obra. Si es que la posteridad sigue existiendo (más allá de esos herederos ávidos de mantener el nombre que les da de comer, aun traicionando las últimas voluntades de sus testadores). Exista o no, uno sigue pensando que algunos libros de Paul Auster se seguirán leyendo, como su Trilogía de Nueva York o Brooklyn Follies, porque cuentan una ciudad que nos gusta como nos la han contado. O como La música del azar o El cuaderno rojo, porque el azar es parte esencial de la vida humana y, aunque no ha sido el primero ni será el último escritor en contarlo, lo ha hecho con ese toque reconocible, eso que llamamos estilo, tan austeriano. Y, a falta de leer algún día sus últimas obras, por encima de todas quizá quede La invención de la soledad, esa obra primeriza donde tal vez ya estuviera todo su mundo y que concluye con estas palabras, tan apropiadas en la hora de su muerte: “Fue. Nunca volverá a ser. Recuérdalo”.

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