movilización ciudadana Escritores e intelectuales se suman a la protesta de los vecinos del barrio

Juan Mata

No es lo mismo

La biblioteca de la Plaza de las Palomas se construyó hace tres décadas gracias a la presión de los vecinos del barrio

HE vivido una buena parte de mi vida en el barrio del Zaidín, concretamente en la actual Plaza de las Palomas, que aún se llamaba Plaza del Generalísimo cuando llegué allí procedente del pueblo de Jaén del que soy oriundo. Esa plaza fue mi primordial espacio de juegos y el lugar de tránsito diario para desplazarme a tiendas o casas de amigos. He vivido de cerca su evolución, los cambios de la gente que la ha ido habitando y las alteraciones de los comercios y establecimientos que le daban identidad. Y sobre todo fui observando su progresivo achicamiento, ocupada su superficie por edificios de viviendas que la fueron reduciendo al minúsculo rectángulo que es hoy.

En esa plaza, y como consecuencia de la presión de los vecinos del barrio se construyó, hace más de tres décadas, una biblioteca. Se consideró entonces una conquista justa y benéfica, pues otorgaba al barrio uno de los rasgos más evidentes de la civilidad y la esperanza social. Porque el hecho de disponer de una biblioteca, igual que disponer de un centro de salud o un instituto, era, y sigue siendo, un emblema de progreso social, de aliento de los sueños comunitarios de mejora. Las bibliotecas, por su carácter abierto y hospitalario, son espacios de un alto contenido simbólico. Representan la idea de acogida, de adquisición de cultura, de posibilidad de conocimiento. A menudo su trascendencia se percibe con más claridad cuando falta. Un barrio sin biblioteca, como un barrio sin escuelas o campos de deporte, parece incompleto, menesteroso, privado de lo elemental. En cambio, la inauguración de una biblioteca otorga a cualquier lugar un rasgo de excelencia, de sentimiento de modernidad, de normalidad ciudadana.

Así ocurrió con el Zaidín. Aquel modesto edificio, situado en el corazón del barrio primitivo, cumplía su misión: servir como referencia de avance social, como signo de igualdad y confianza en el futuro. Y así ha venido ocurriendo durante décadas. La biblioteca se ha hecho familiar, se ha incrustado en la memoria de sus habitantes, se ha incorporado a la biografía de miles de niños que han pasado por allí, muchos de los cuales han encontrado en sus salas el bienestar que en sus casas no tenían. Los acostumbrados a una vida holgada quizá no puedan entender la cualidad de refugio y compensación que supone una biblioteca. Quienes han dispuesto desde pequeños de una habitación propia y cómoda para trabajar o jugar quizá sean incapaces de entender que muchos niños perciben la biblioteca como una ampliación de su estrecho hogar, como lo perciben muchos ancianos o muchos emigrantes. Y como lo perciben también muchos colegios que hacen de las bibliotecas públicas una prolongación de las propias aulas. Incluso para los que nunca la han usado, su mera presencia posee un significado que va más allá de su función cultural: es una representación de las mejores expectativas de una comunidad. Y no debe menospreciarse el carácter alentador de los símbolos. Son elementos esenciales de la imaginación colectiva, sus marcas de cohesión.

Y, claro, no es lo mismo tener conciencia de que en un barrio hay una biblioteca que reconocer que no existe; no es lo mismo saber que en cualquier momento se puede ir a consultar un periódico o a hacer los deberes escolares a la biblioteca que saber que no hay un lugar público al que acudir a satisfacer esas necesidades; no es lo mismo pasar, camino del trabajo o de la compra, delante de un lugar abierto y accesible como es una biblioteca que pasar ante un local vacío y de acceso limitado; no es lo mismo crecer con la referencia de un lugar de libros que crecer con la referencia de un lugar de bailes. Una biblioteca no es lo mismo que un supermercado o un garaje o una gestoría, que se abren o se cierran en función de los intereses de sus dueños. Los verdaderos dueños de una biblioteca pública no son los concejales, ni los bibliotecarios, sino sus usuarios, sean pocos o muchos.

¿Y a cuento de qué viene este relato? He escrito estas palabras como explicación de mi indignada protesta por la abusiva decisión del gobierno municipal del Partido Popular de cerrar la biblioteca pública de la que he venido hablando. La razón es, en esencia, estúpida. Se trata de trastocar un antiguo espacio de lectura en un espacio de ensayo de un grupo municipal de bailes regionales, que al parecer se ha quedado a la intemperie. ¿A quién, si no a personas con una mente obtusa y burocrática, se le puede ocurrir una permuta de esa naturaleza? ¿A quién, si no a personas sin conciencia de pasado, se le puede ocurrir mutilar la memoria de un barrio y menospreciar su presente? ¿A quién, si no a personas de mentalidad autoritaria, se le puede ocurrir emprender una acción de ese calado sin diálogo previo con los ciudadanos afectados?

Las réplicas municipales que he leído estos días a las protestas vecinales molestan por simples. La inauguración de una biblioteca en otro barrio cercano nunca puede usarse como pretexto para clausurar otra. Las conquistas culturales son irrenunciables, deben ser intocables. No hay excusas posibles. Los derechos consolidados no pueden abolirse sin daño ni responsabilidad. Aquí, sin embargo, se perpetúa la negra tradición española: la resta es más importante que la suma, la división es más rentable que la multiplicación. La supresión prevalece sobre la creación.

Considero, pues, que la eliminación de la biblioteca pública del Zaidín es una decisión insensata, arbitraria y tramposa.

Insensata, porque suprime una institución que funciona muy bien, que ha cumplido con creces su misión cultural, que año tras año ha ido incrementando sus socios y sus préstamos, que ha organizado centenares de actividades en torno a la lectura con todo tipo de personas. Y porque lo que ahora se ofrece ahí, en ese lugar concreto y para las personas de su entorno, no va a poder realizarse en otro lugar.

Arbitraria, porque desoye las razonables opiniones contrarias y a nadie da satisfacción, salvo a los propios concejales. No creo que ningún ciudadano haya pedido o alentado esa clausura. La supresión de la biblioteca es producto únicamente de la ocurrencia de los concejales, de sus antojos irreflexivos.

Tramposa, porque el Partido Popular no ha tenido el coraje de incluir ese cierre en su programa electoral. Recuerdo aún cómo en las anteriores elecciones municipales, las del año 2007, incorporaron, con un punto no exento de bravuconería, la destrucción del carril-bici de ese mismo barrio entre sus principales promesas electorales, con la excusa de que los comerciantes del barrio estaban en contra. Promesa que cumplieron, claro está. Los automóviles ocuparon de nuevo el espacio destinado a la circulación de bicicletas y, como era de esperar, el flujo de clientes a los comercios no se incrementó lo más mínimo. ¿Por qué no han actuado en esta ocasión de la misma manera? ¿Por qué no tuvieron el atrevimiento de incluir en el nuevo programa electoral el cierre de la biblioteca pública? Por interés partidista, claro. ¿Cómo iban a defender en público un disparate semejante? Lo mejor era un tramposo silencio hasta ganar las elecciones. Y a partir de ahí…

Decidido el cierre, ya no hay vuelta atrás. Faltaría más. Todo gobierno autoritario que se precie jamás puede rectificar una decisión, por injusta o inconsecuente que sea. Ese mantenimiento a ultranza de los errores es sin duda uno de los males de la democracia española, tan frágil y tan desprestigiada. ¿Quién puede creer de veras en este sistema político? Me pregunto, finalmente, qué opinan los votantes del Partido Popular de esta decisión, qué estarían dispuestos a hacer para impedir tamaño despropósito. Lamento decir que considero sus silencios tan responsables del cierre como los votos a mano alzada en un pleno municipal.

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