¿Por qué se llama científicos a los científicos?
El origen del término tiene una historia conflictiva, poco conocida, entre palabras en el idioma inglés
La brecha de género en la excelencia científica
Si buscamos en el diccionario de la lengua española la palabra científico veremos que nos indica que proviene del latín scientificus, compuesta de scientia (conocimiento o saber) y el sufijo –ficus (que hace o que produce). Su significado sería el que produce conocimiento o saber, o relativo al saber y el conocimiento. Haciendo referencia bien como sustantivo a la persona que se dedica a la ciencia o como adjetivo en relación a la ciencia. Durante mucho tiempo esa persona se identificaba casi en exclusiva con un varón, científica resultaba una rareza.
Desde el origen de la filosofía, es decir desde aquellos que amaban y/o buscaban el saber y muy en particular desde la autoridad de Aristóteles y posteriormente durante toda la Edad Media, el saber se adquiría mediante un procedimiento demostrativo, en base a los silogismos de la razón, y con poca o ninguna referencia al mundo exterior. El saber era mera reflexión mental y siempre respetando la tradición y lo que habían dicho anteriores maestros, siempre varones, por supuesto (pocas excepciones se encontraban, tales como Hipatia). A esos varones que tenían conocimiento o saber se les llamaba sabios, filósofos, filósofos naturales (natural philosopher) o incluso hombres de ciencia (man of science).
Desde el siglo XVI con las observaciones de Galileo Galilei (1564-1642) y toda su obra que pone en cuestionamiento la lógica aristotélica, el conocimiento del mundo natural empieza a abordarse de una forma totalmente distinta. Surgen las ciencias experimentales que parten de la observación del mundo y dejan atrás las especulaciones meramente teóricas. La figura del inglés Francis Bacón (1561-1626), coetáneo de Galieo) y su obra Novum Organum (1620) son el punto central de esa ruptura con aquella forma antigua de entender el saber. A partir de entonces se inicia toda una revolución en la forma de adquisición del conocimiento y el saber sobre el mundo natural, imperando la observación y los experimentos; sin embargo a las personas que se dedicaban a ello se les continuaba llamando hombres de ciencia, sabios, filósofos o filósofos naturales.
El 24 de junio de 1833, la British Association for the Advacement of Science, celebra en Cambridge su tercer encuentro. 852 miembros llegados desde Inglaterra, Escocia, Irlanda, algunos otros europeos e incluso norteamericanos se disponen a escuchar la conferencia de un famoso orador, profesor de mineralogía, afamado matemático, sabio en otras muchas disciplinas, es William Whewell (1794-1866). Su discurso fue una síntesis de los progresos de la ciencia en la Inglaterra del momento sumida en una verdadera revolución industrial, alabando a la figura de Bacon y su método para explorar el mundo y utilizarlo para el progreso de la nación. Al acabar, la sala lo aplaude con respeto.
Silencio y luego, sorpresivamente, un hombre se levanta y pide la palabra para criticar una parte del discurso de Whewell. Quien hablaba era Samuel Taylor Coleridge (1772-1834), un muy conocido poeta inglés del momento. En sus palabras de crítica exclama que aquellos hombre de ciencia o sabios (savants, usando el término francés que usaban los ingleses) o filósofos naturales no tenían derecho a usar ese nombre pues nada tenían que ver con los filósofos del mundo antiguo. Coleridge exclama que les prohibía usar ese título, pues ahora esas personas no eran metafísicos ni pensadores de sillón sino personas que se manchaban las manos en el campo o hacían experimentos con electricidad o miraban al cielo con telescopios. La sala se llenó de abucheos y protestas. ¿Quién era aquel poeta, aquel artista que vivía bastante apartado del mundo para criticar a Whewell?
Whewell, con los modales propios de todo un caballero inglés, pidió la palabra, calmó a la sala y dijo que se encontraba de acuerdo con las palabras del distinguido caballero Coleridge. Cierto era que había que encontrar un vocablo nuevo para describir lo que realizaban los miembros de la asociación allí reunidos. Si músicos, pintores o poetas hacían arte (art) y eran designados con la palabra artista (artist), Whewell propone en ese momento un neologismo, una nueva palabra que sustituya a filosofo natural, y que por analogía con artist denomina scientist (en castellano, científico). En inglés hay consonancia entre art-artist y science-scientist (se añade un mismo sufijo), pero en castellano no se produce y puede parecernos algo extraño, habituados probablemente a entender que saber/conocimiento de ciencia y científico estaban siempre lingüísticamente unidos. La propuesta de Whewell fue publicada posteriormente en varias de sus obras y, curiosamente, fue rápidamente aceptada por los hombres de ciencia de los Estados Unidos pero encontró mucha resistencia entre los ingleses que consideraban que era una palabra mal construida, se entró en una discusión bizantina entre filólogos que ya no nos atañe.
Científico terminó siendo ampliamente aceptado ya a fínales del siglo XIX y aceptado quedó, al igual que otras palabras propuestas por el genio de Whewell. Aún quedaba un largo tiempo para que ‘científica’ no resultara extravagante.
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