Sala de profesores | Crítica

Los fantasmas alemanes

Leonie Benesch en una imagen del filme.

Leonie Benesch en una imagen del filme.

Eterno foco de roce y conflicto, no digamos ya de estereotipos cinematográficos, la escuela nos devuelve el reflejo de las relaciones y las identidades y el manual sobre cómo gestionar las tensiones y sus consecuencias a pequeña escala como campo de pruebas para el mundo exterior y adulto. Así quiere verlo el alemán de origen turco Ilker Çatak (Istambul garden) con esta Sala de profesores que se ha ganado incluso una nominación al Oscar a mejor película internacional.

En su epicentro, una maestra (Leonie Benesh) recién llegada al que parece un centro modélico (limpio, moderno, amplio, organizado, multicultural…) lidia desde muy pronto con una escalada de tensión algo artificial (¡esa música!) que irá empujando el relato, siempre sin salir del edificio como en la referencial La clase, de Cantet, hacia las fricciones derivadas de la dinámica diaria con los compañeros, los alumnos y los funcionarios hasta el inevitable estallido del gran conflicto catalizador del drama, un episodio que pone en el disparadero las sospechas, los recelos, los prejuicios, las malas prácticas y las dudas de nuestra rígida y atribulada profesora y que activa y desestabiliza todos los protocolos de actuación

Sala de profesores se va convirtiendo así en una suerte de thriller moral sobre las acciones, sus límites éticos y sus consecuencias personales, un filme narrado a ritmo de trote continuo que acelera su paso tensando siempre más de la cuenta las situaciones y reacciones, en lo que se adivina pronto como una operación que fuerza el realismo desde la escritura (¡esa redacción periodística juvenil!) y la propia forma en aras del didactismo y la proyección de su microcosmos no sólo sobre el presente alemán y europeo, sino también sobre otros tiempos donde la delación, el racismo, el miedo o el control se convirtieron en la base de la degradación moral de todo un sistema social.