L'immensità | Crítica

Mamma mia!

Penélope Cruz, en 'L'immensità'.

Penélope Cruz, en 'L'immensità'. / D. S.

No es razonable, ni justo, acusar de oportunista a un director que ha rodado cinco películas en 25 años, algunas tan interesantes como Respiro (2002) o Terraferma (2011), y regresa al cine tras 11 años de alejamiento. Es evidente que se trata de un realizador que se toma sus tiempos para madurar sus proyectos. Tampoco parece razonable, ni justo, hacerlo cuando la película trata un tema hondamente arraigado en su propia vida. Pero por desgracia esta última obra de Emmanuele Crialese atufa a oportunismo a causa de un realismo poético que le funcionó (aunque con algún problema) en sus dramas sicilianos que intentaban fundir la herencia neorrealista con nuevas formas de expresión, pero no le funcionan en este melodrama urbano ambientado en los años 70. En arte las elecciones formales son una forma suprema de sinceridad, más allá de las intenciones. Y las que ha tomado Criese son erróneas. Además de agravadas por el esquematismo argumental que deriva peligrosamente al tópico.

Es tópica la visión del matrimonio tradicional en crisis (o quizás es que en la óptica del director la propia institución es entendida como una estructura hetero patriarcal la que necesariamente pone en crisis a quien no se somete a ella, todo agravado por trasladarnos a la Italia de los 70) en el que la madre es inteligencia, pasión, emoción, sensibilidad, empatía y ternura, y el padre un peñasco hosco, frío, carca, infiel y violento.

Es tópico el tratamiento de la historia de la niña que se siente niño, comprendida y amparada por la madre, y rechazada por el padre. Es tópico que para retratar (o más bien caricaturizar) lo que el director entiende que es una familia tradicional sometida a la violencia patriarcal sus dos hermanitos tengan comportamientos alterados. Es tópica (por culpa del realizador) la interpretación de Penélope Cruz en el registro tan aplaudido por muchos de la nueva Sofía Loren mechada por la Magnani, la latina toda fuego, pasión, dolor y rabia con una poderosa veta interna de ternura que hace del exceso su naturaleza. Y es cargante el esteticismo con el que aborda una narración que tiene bastante de autobiográfico, logrando el efecto contrario de irrealizar y sentimentalizar lo que representa pese a basarse en parte en sus propias experiencias.

El director juega al exceso, tanto en lo formal como en su machacona insistencia para que el mensaje quede claro al precio de estereotipar a sus personajes. Y le sale peor que a su actriz. Porque los únicos brillos que la película tiene son algunos momentos de la entregada interpretación de Penélope Cruz.             

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