El zurdo John McEnroe miró al zurdo Rafa Nadal y, como si nada, le largó una frase con el peso de un yunque.
"La historia te espera", le dijo el ex número uno del mundo al hombre que domina el tenis. Eran poco más de las nueve de la noche de este lunes, y Nadal consumía el tiempo en el vestuario, uno de los sitios en el que más horas pasó en los últimos tres días.
Nadal no defraudó a Johnny Mac. A las cuatro de la mañana y dos minutos, con una derecha ancha de su rival, terminó con las esperanzas del serbio Novak Djokovic y cerró el círculo casi perfecto, la conquista de los cuatro grandes torneos.
Ahora sólo le falta el Grand Slam, una meta que el mismísimo Rod Laver cree que es realista en el caso del español.
Pero en ese vestuario húmedo, mientras las nubes se cargaban cada vez más en el cielo de Nueva York, la meta de Nadal era una sola: relajarse y concentrarse, conseguir el estado ideal para cumplir con el papel de favorito que todos le reconocían en la final de hoy.
Claro, no era sencillo. En ese enorme vestuario había una docena de personas, demasiado poco para absorber tanta tensión pre-final. Un par de jugadores del torneo sobre silla de ruedas, los entrenadores y preparadores físicos de Djokovic y Nadal, el agente de prensa de ambos y dos glorias zurdas del tenis estadounidense, porque también se entretenía junto a la camilla de masajes de Nadal nada menos que Jimmy Connors.
"¿Cuándo fue la última vez que un zurdo ganó el Abierto de Estados Unidos?", largó con pretendida inocencia McEnroe, perfectamente consciente de que había sido él, en 1984 al vapulear 6-3, 6-4 y 6-1 al checo-estadounidense Ivan Lendl.
A pocos metros de distancia de ese vestuario se desperdigaban las personas más cercanas al número uno. Su madre, su padre, su hermana, su novia y su agente. En otros salones más nobles del torneo, la infanta Cristina, hija de los reyes de España, y su esposo, así como el secretario de Estado para el Deporte español.
Todos espectadores, porque el protagonista era Nadal. Tras la pausa obligada por la lluvia, que cortó la final cuando tenía ventaja de 6-4 y 4-4, Nadal volvió a ingresar a las seis de la tarde y salir de ese mismo vestuario a las doce menos diez de la noche, aunque ya sin McEnroe ni Connors recordándole que no debía defraudar a la historia.
Vestido completamente de negro -salvo el amarillo fosforescente del cuello- con la camiseta ajustada, la cinta sosteniéndole el cabello y cubriéndole la frente y los dos bolsos enormes que siempre lleva colgando sobre su poderosa espalda. Sin prisas, pero firme, Nadal caminaba hacia su gran cita del año.
Los pasillos en las entrañas del Arthur Ashe son alfombrados y oscuros, con fotos de los campeones anteriores que cuelgan de las paredes y parecen vigilar cada paso de los aspirantes. Nadal ni necesitó mirarlos, porque los conoce de memoria.
Frente a él, en el final del pasadizo, se abría una puerta que daba paso a la brillante luz de la noche, al escenario de sus sueños. La música de Rocky sonaba como la mejor de las invitaciones posibles. Nadal pisó el cemento verde. Ya estaba allí, ya no había lluvia ni más obstáculo que el rival. Ya sólo quedaba triunfar.
Comentar
0 Comentarios
Más comentarios