Crónicas del confinamiento

Un café ‘desconfinado’, por favor

  • A falta de viajeros y turistas, Granada es más que nunca solo para los granadinos

  • Mientras en los barrios se ve moverse la vida en las terrazas de los bares, en el centro casi todos los locales de hostelería permanecen cerrados

Un café ‘desconfinado’, por favor

Un café ‘desconfinado’, por favor

Yo no quería, pero mis pasos me llevaron hasta allí. Hay una voluntad del cuerpo que está modulada por los hábitos y mi subconsciente (la conciencia no tenía ni idea) hizo que me encaminara hasta el Albaicín. Llevaba tres meses sin ir y tenía cierto mono. Antes de la pandemia la visita al barrio era habitual en mí. Lo hacía todos los domingos. Recorría sus calles, tomaba café en El Pasteles o en el Aixa, me sentaba en un banco a contemplar la Alhambra en el mirador de San Nicolás, compraba saladillas en la panadería de María, me sentaba un ratito en la placeta del Comino… Cuando bajaba, terminaba sobre las doce y media de la mañana con un vermú en las Bodegas Castañeda. Esa era la normalidad de muchos de mis fines de semana, como un ritual que tenían asumido mi cuerpo y mi mente. Por eso, seguramente, el jueves pasado mis pasos quisieron ir donde yo no tenía previsto. Y no me arrepentí. Encontrarme de nuevo con el barrio granadino por antonomasia ha sido como volver a un sitio después de haberlo dejado sin haber querido.

Ahora, de golpe, la mañana me permite pasear de nuevo y casi tengo la necesidad de explicarle a las calles el porqué de mi desatención en estos últimos meses. Hay tantas Granadas como queramos. Hay una Granada histórica y céntricas, hay una Granada más antigua todavía donde vivieron los árabes y los judíos, hay una Granada desarrollista con avenidas que rompen la armonía de urbanística, hay una Granada de barrios grandes y populosos donde suele vivir la clase media… En el Zaidín, donde vivo y paseo, vuelve a ser algo parecido a la vida. Ya hay movimiento, e incluso los mendigos han vuelto a apostarse en los sitios de costumbre. En los Alminares ya ocupan su escaño permanente los marginados habituales: el senegalés, la rumana y el que pide para un café. Y en la confluencia de la calle Palencia con Andrés Segovia ya está ese simpático subsahariano que saluda a todo el mundo y vende perfumadores a los automovilistas. Su amplia sonrisa ahora no se le ve por culpa de la mascarilla.

Y si los barrios tienen vida, el centro es otra cosa. Allí casi todos los bares y cafeterías permanecen encerradas. Muchos han puesto en su puerta un cartel que dice: “Antes cerrados que arruinados”. Y es que han echado cuentas y no salen los números. Sin turistas y con las restricciones puestas a la hora de ocupar las terrazas, es mejor permanecer cerrados. No vale la pena.

TRISTEZA EN EL PASO DE LOS TRISTES

El reloj del Palacio de Bibataubin permanece parado, acertando solo dos veces al día la hora. La basílica de la Virgen de las Angustias, ya abierta al culto, ha puesto una barandilla para que los que entran no se junten con los que salen. Puerta Real, el kilómetro cero de la malafollá granaína, abarrotada cualquier día del año, aparece bajo el signo de la soledad pausada. Igual que la plaza del Carmen y de la plaza Bibrrambla, donde todavía no se pueden comer churros con chocolate porque sus cafeterías tienen echada la persiana. Granada siempre ha sido una ciudad que se ha vendido así misma muy bien. Les dice a los turistas, podéis venir a verme cuando queráis. Tengo las suficientes cualidades como para dejarte pasmado. Pero los turistas, aunque quisieran, no pueden venir. Granada es ahora solo para los granadinos. Por la cuesta Gomérez nadie sube a la Alhambra y en el palacio de Justicia nadie administra justicia. Y la pareja de guardias civiles que hay en la sede del TSJA no cachea a nadie.

Entrada a la Virgen de las Angustias, donde ya hay culto. Entrada a la Virgen de las Angustias, donde ya hay culto.

Entrada a la Virgen de las Angustias, donde ya hay culto.

Se presenta el pleonasmo al ver la tristeza que causa el Paseo de los Tristes, esa calle que es de las más bonitas del mundo. Ese espacio impregnado de la pausada melancolía de un pasado de piedras milenarias: sus iglesias, sus conventos, sus casas palaciegas llenas de leyendas. El rumor del río apenas es escuchado por oídos extraños. El otro río, el humano, el de los turistas, permanece seco. Hay algunos jóvenes que corren, en un intento de hacer deporte, pero no se ven ni las maletas ni los palos de selfi de los turistas.

RESTOS DE UN BOTELLÓN CASERO

Desde una calleja de por allí, me dispongo a coronar el barrio. La nueva normativa sobre mascarillas dice que su utilización será preceptiva cuando no se pueda garantizar los dos metros de distancia entre personas. En las callejuelas del Albaicín, por lo tanto, será obligatoria porque nunca una persona puede pasar a más de dos metros de otra. El Albaicín es un barrio acostumbrado a los cambios y ahora vive un presente desprovisto de visitas. Un barrio que tiende a añorarse a sí mismo por la gran cantidad de historia y de arte humano que acumula. Por bien que se encuentre, siempre ha conocido mejores tiempos. Y sus vecinos los evocan a menudo. Es el barrio que más imprime carácter. Si alguien dice en un grupo de ‘guasap’, por ejemplo, que es del Albaicín, siempre espera que los demás pongan el emoticono de las manos aplaudiendo.

Muchos de los establecimientos hosteleros del centro no han abierto. Muchos de los establecimientos hosteleros del centro no han abierto.

Muchos de los establecimientos hosteleros del centro no han abierto.

En mi paseo encuentro suciedad y restos de un botellón cerca de la plaza de Aliatar. Entre la suciedad hay varias mascarillas, que a partir de ahora habrá que tenerlas en cuenta a la hora de limpiar las calles. Esos restos que dejan los guarros son los que hacen que de vez en cuando admita mi misantropía. No lo aguanto. Las personas que me ponen muy difícil poder quererlas son las que dejan su mierda en las calles.

Y por fin llego a Plaza Larga, en la que no hay el bullicio de siempre. Me siento en la mesa de un bar (en una silla) y pido el primer café al aire libre desde que comenzó el confinamiento. Mi primer café ‘desconfinado’. Y me sabe a gloria. Luego voy a casa María y compro una docena de saladillas. Y me siento un rato en el mirado de San Nicolás. “Las lágrimas me subían a los ojos, y no eran lágrimas de pensar de ni alegría, eran de plenitud de vida silenciosa y ocultar por esta en Granada”, que dijo Unamuno. Y cuando bajo, paso por las bodegas Castañeda para comprobar que siguen cerradas. Es entonces cuando siento que todavía no ha llegado esa nueva normalidad de la que habla el Gobierno.

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