Corpus

El pregón del Corpus de Granada de Juan Pinilla

  • El cantaor de flamenco de la Vega granadina inaugura la feria con ''100 años después''

El pregón del Corpus de Granada de Juan Pinilla

El pregón del Corpus de Granada de Juan Pinilla / PS

Juan Pinilla inaugura el Corpus granadino con este pregón.

100 años después

Excelentísimo señor alcalde, señoras y señores concejales, autoridades, damas y caballeros, buenas tardes.

Hace 100 años, por estas fechas, y en torno a la festividad del Corpus, Granada se vistió de largo, perfumó sus calles, vistió sus plazas, enjaretó el patio de los aljibes, y, para gloria del flamenco, una música y una cultura sin par en el mundo entero, se celebró el Primer Concurso de Cante Jondo. Un siglo después, nimbado por la turba de loas que se dispensan desde los rincones más insólitos del planeta, el flamenco goza de una fama y prestigio universales.

Yo sé que estoy aquí

para escribir mi vida

Que vine poco a poco

Hasta esta silla.

Y no quiero engañarme.

Sé que voy a contártela

Y será mentira.

Sobre la mesa sucia

Una gota de tinta.

Estos versos de Ángeles Mora son el mejor prólogo para el cometido inicial. 75 años trascurren de esa fecha del 13 y 14 de junio de 1922 para que este que les habla pise la ciudad del Genil con la decidida intención de convertirla en mi morada, siendo, como soy, natural de un pueblo de la vega llamado Huétor-Tájar. Mi condición de universitario fue el detonante de este periplo granadino, a la razón nómada de los estudiantes, una manera encantadora de penetrar en el sentido oculto de las calles, las plazas, los barrios y sus gentes. Empecé viviendo junto a Tráfico, frente al instituto Aynadamar, de allí me mudé a calle Fidel Fernández, en plaza de toros, y de aquí, a Doctor Olóriz, un poco más abajo. Desde esta ubicación me trasladé a la Carretera de Málaga, en La Chana, y desde allí al Camino de Ronda, frente a la antigua estación de bus, hoy convertida en un gimnasio. Dos años estuve en este sitio hasta que pasé al barrio de los Pajaritos, luego a las inmediaciones de Alhamar, en calle Santa Aurelia del barrio Fígares, y de aquí a la calle Obispo Hurtado, el mismo año en que gané la Lámpara Minera. Con la Lámpara a cuestas me trasladé a Santo Tomás de Villanueva, por el Hipercor, para después vivir en Avenida Andaluces, luego dos meses en Gran Vía, y más tarde en un hermoso ático de la Calle de las Flores, cerca de Neptuno. El barrio judío del Realejo fui mi siguiente morada, al lado del Campo del Príncipe, más tres años que residí en Almanjayar, cerca del ferial, uno en la Avenida Cervantes, cinco, de vuelta al Camino de Ronda, esquina con calle Gracia, y finalmente hoy, me siento un zaidinero orgulloso de la vida luminosa del barrio que diviso desde el inicio de la Avenida de Cádiz. Estas explicaciones cartográficas iniciales para expresarles que, a lo largo de este cuarto de siglo ininterrumpido por Granada, donde los barrios del Albayzín y el Sacromonte, como distritos de militancia flamenca, han sido mi cuartel general, jamás hubiera soñado con la posibilidad de ser un día pregonero del Corpus. Como granadino de todos estos barrios, me honra de corazón y agradezco mucho a la concejala de cultura, María de Leyva, al alcalde Paco Cuenca, y a quienes lo hacen posible, su llamada y su atención para con este humilde flamenco.

Pero volvamos a 1922, porque hay una intención obvia en esta presencia mía, siendo, como soy, investigador del flamenco y encontrándonos en el año del centenario, como dije arriba. No concurrían estas hermosas circunstancias actuales en aquel 1922. Echemos un vistazo a la historia, con nuestra óptica granadina: España aún despertaba de las pesadillas de un convulso siglo XIX que había mermado sucesivamente el espíritu de la población tras la pérdida de las colonias, las continuas revueltas, las guerras de África y la prolongada crisis económica. Los intelectuales, circunscritos en torno a la Generación del 98, lanzaban su furia contra el flamenco y el flamenquismo, como ejes, a su entender, de los grandes males que azotaban el país. Y como luctuoso colofón, el final de este siglo XIX que atrajo a tantos viajeros románticos a Granada, también cruzó un telegrama con la triste noticia del suicidio de Ángel Ganivet, un 29 de noviembre de 1898.

Lejos muy lejos de España

yo me llevé a un ruiseñor

lejos muy lejos de España

y en sus cantares decía

quiero vivir en Granada

Granada es la tierra mía”

Autor de esta letra que se canta por fandangos albaicineros desde entonces, Ganivet era un artista muy atento al devenir de su Granada, crítico, de igual forma, con esta tierra, que se despidió del mundo desde Riga, Letonia:

(…) al volver a Granada después de largas ausencias, he notado en mí, al ponerme en contacto con el aire natal, cierta alegría espontánea, corpórea, que me ha hecho pensar que no era yo quien me alegraba, sino mis átomos al reconocerse; ellos, con una sensibilidad propia, aún no vista de los «hombres del microscopio», en medio de sus antiguos amigos, de sus parientes más o menos cercanos”.

Este extracto de su ‘Granada la bella’, es la antítesis perfecta a esa leyenda de suspiros y llantos que también es parte de nuestro patrimonio y que se cuenta en torno a la despedida de Boabdil.

Un rey moro por Graná

Dicen que lloró de pena

Un rey moro por Graná

Y yo que la llevo en mis venas

Cuando tengo que dejarla

Sufro la misma condena.

Granada es tierra de poetas. Y también fueron poetas y músicos, los que dieron lugar a aquel magno acontecimiento que cumple 100 años. El flamenco levanta cabeza a principios de siglo XX, aún perturbado por la cascada de plúmbeas acusaciones procedentes de algunos círculos intelectuales. Es en este contexto en el que aparecen personajes como Miguel Cerón, Manuel de Falla, Ángel Barrios, su padre, El Polinario, los agitadores culturales de la Tertulia el Rinconcillo, más los socios del Centro Artístico, con la ayuda inestimable de Federico, para alcanzar el prodigio de que otra gloriosa generación, en este caso la del 27, casi en pleno, se volcara con el arte jondo.

El pintor Zuloaga y Hermenegildo Lanz diseñaron el ambiente estético que rodearía aquel acontecimiento, y la organización, sugirió cómo debían vestir los asistentes. Los señores, con sombreros recortados para no entorpecer la vista de quien se sentara detrás porque el cante se escucha, pero también se ve, ya que para sentirlo en su máximo esplendor hay que visualizar esa coreografía de gestos, puños apretados, ojos fruncidos, y boca descuadrada… Y las señoras, a la manera elegante de las damas románticas del siglo XIX, más concretamente del entorno de 1830 a 1840, poniendo como ejemplo a Mariana Pineda. Imaginen aquellos trenes fletados para la ocasión desde otros puntos de la geografía, llenos a rebosar, carteles por todas las esquinas indicando la ubicación del concurso, más el hermoso cuadro vanguardista de Manuel Ángeles Ortiz, con sus ojos morenos y sus corazones traspasados por los cantes, colgando en cada una de las esquinas.

Era la Granada de principios de siglo, con el Sacromonte y el Albaicín como fraguas incandescentes de creación jonda, bajo aquel reinado indiscutible de los Amaya, y figuras como Chata la Jampona, las Gazpachas o las Jardines, que dos meses antes de concurrir al Patio de los Aljibes como artistas invitadas junto al cuadro del Sacromonte que actuó, le habían cantado a su Cristo de los Gitanos a la forma única y especial en que se le rinde honores en esta tierra a la imagen de un Jesús crucificado: entre hogueras, palmas, cobres y zambras. Y era la época también de las insignes guitarras de los Ovejillas, además de los maestros de laúdes y bandurrias, con la guitarrería de Benito Ferrer como máxima generadora de instrumentos desde 1875.

Una ciudad en la que se habían afincado Fernando de los Ríos, Gloria Giner o Manuel de Falla. La Granada de Joaquina Eguaras y Constantino Ruiz Carnero. La ciudad que vio erigirse el bellísimo edificio que hoy es sede de la Fundación Rodríguez Acosta, y que sonreía cuando, elegante y observador, un lozano Federico García Lorca paseaba por sus calles. El paraíso cerrado de Soto de Rojas, abierto a los duendes del cante. La musa de pintores, fotógrafos y poetas, aquella ciudad a la que cantaban desde los confines del mundo, se volcaba con el Cante Jondo. Y quedaron dos nombres granadinos para la eternidad: Frasquito Yerbabuena, que inmortalizó los fandangos autóctonos del Albayzín, hoy interpretados bajo su nomenclatura, y una gitana del Sacromonte llamada María La Gazpacha.

Cien años después, la afición local, con el nutrido grupo que surge en torno a esa perla del Albaicín que es la Peña de la Platería vuelve su mirada hasta aquel 1922 con añoranza y agradecimiento. Y la ciudad entera se vuelca en conmemoraciones, algunas más de forma que de contenido, pero que sitúan en el candelero un acontecimiento único del que tanto nos queda por aprender, pues, contra viento y marea, aquellas gentes hicieron posible lo imposible y cambiaron, en buena medida, la historia de la música flamenca desde entonces.

No vamos a perder esta orientación jonda que nos va a acompañar también en lo que resta de pregón, ni tampoco la oportunidad de describir, como pregonero, mi Granada. Permítanme volver a mis inicios en esta ciudad y traer al presente aquel Corpus en que, junto con mi prima Pilar, después de la selectividad, peregrinamos desde Cartuja hasta el centro solamente para deleitarnos con la maravillosa Inmaculada del facistol de Alonso Cano, ubicada en la capilla real de la Catedral. Había sido uno de los temas que nos cayó en el examen, y nuestro profesor de historia del arte, José Enrique Vílchez, nos había enamorado de esta figura con sus disertaciones previas. Cuanto más ahondas en el estudio de algo, más desnudas sus pormenores hasta llegar a la admiración. Días más tarde pisé por primera vez el Corpus, siendo un joven que rehuía de las ferias por una cuestión muy sencilla: no había flamenco. Y otra de más peso, en todas me quedo afónico, y si me quedo afónico, no puedo cantar. Aun así, debo decir que disfruté mucho compartiendo aquellos momentos con los compañeros del instituto Aynadamar, y que, por cierto, bailábamos como si no hubiera mañana los éxitos de mi querida Amparo Sánchez, Amparanoia, que estaban tan de moda en la época.

Pero retomo esa fascinación que nos deslumbró a los 17 años, con la belleza estética, armónica, con la perfección de esta estatuilla tan pequeña y tan perfecta. A esa curiosidad inalienable y consustancial al ser humano apelo. A ese prurito de erudición que todos nos debemos me refiero, pues, si algo le da sentido a la vida, es el conocimiento ¿Andamos por la vida ciegos, como aquello que cantaba Icaza?

Dale limosna mujer

Que no hay en la vida nada

Como la pena de ser

Ciego en Graná

¿Vamos como ciegos en Granada, o nos empeñamos en ver con la luz del entendimiento? Porque hablo, no de esos ciegos que sufren patologías concretas, sino ciegos como los personajes de Ensayo de la ceguera de José Saramago, ese Nobel portugués que tanto visitó Granada junto a su esposa Pilar del Río, y que hubiera cumplido también 100 años el próximo mes noviembre. Al final del libro, uno de los personajes dice: "Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven". Porque estamos medio ciegos si no nos abrimos al conocimiento y la comprensión del mundo que nos rodea. ¿Cómo podemos defender una ciudad si no conocemos su historia? ¿Cómo podemos defender el Concurso de 1922 frente a las numerosas críticas que vienen de todos lados, si no entendemos el espíritu que lo animó? ¿Qué clase de conciencia sobre Granada tiene una persona que no sabe quién fue y qué hizo Mariana Pineda? ¿O qué ocurrió con Salvador Vila, Constantino Ruiz Carnero y Sánchez Montesinos? ¿Quiénes fueron Elena Martín Vivaldi, María Angustias de la Cámara, Enriqueta Lozano o Eugenia de Montijo? ¿Y quiénes fueron Juan Carlos Rodríguez, José Tamayo y Enrique Morente? Si con 17 años nos embelesó la Inmaculada del facistol porque la habíamos estudiado, ese gozo del conocimiento, de acumular datos, historias, cantes y poemas, ese hallazgo constante, se convirtió en uno de mis principales cometidos: el estudio de cuánto anhelo conocer, que es todo. De esta forma, dediqué también horas y horas a investigar la Alhambra, animado por los textos de Emilio García Gómez, Emilio de Santiago, Antonio Malpica, mi amigo Juan de Dios Vico y otros ilustres historiadores y arabistas. La Alhambra y su conjunto es algo que siempre nos sorprenderá y que siempre está ahí, como suspendida en el aire, esperando a ser admirada. Pero ¿cuántos granadinos la conocen de verdad? Seguro que nos asombraría el número por lo realmente bajo.

Estudié Traducción e Interpretación porque quería viajar y conocer el mundo, y fue el flamenco, la música de mi pueblo, la que me permitió, por un lado, viajar con actitud de viajero romántico por los cinco continentes, y por otro, el cultivo de las lenguas que estudié. La traducción es una manera maravillosa de hacerte conocedor de cuántos campos investigas para extraer su terminología y traducirlos de una forma más fidedigna. Te aporta una cultura inmensa si además eres curioso. Al poco tiempo de comenzar la carrera, me surgió una oportunidad que cambió mi concepción de las cosas y el rumbo de mi vida. El periódico La Opinión de Granada. De la mano de Curro Albayzín, al que le habían preguntado por un crítico de flamenco, me presenté ante Paco Crespo, Amina Nasser, Paco Espínola y Antonio Cambril. Me pidieron un texto para ver mi forma de redactar y a Espínola le hizo gracia la manera en que combinaba el lenguaje añejo del flamenco con un estilo muy influenciado por Umbral, cuyos artículos devoraba. Así comencé en aquella redacción de la calle de la Cárcel, con apenas 22 años, donde inicialmente fui crítico musical y con el tiempo pasé a hacer entrevistas, reportajes, crónicas, columnas e investigaciones. Compartía página con uno de los bailaores más importantes de todos los tiempos, el maestro Mario Maya.

En aquella redacción conocí a jóvenes poetas que hoy brillan con luz propia como Olalla Castro, Fernando Valverde y Daniel Rodríguez Moya, y me sumergí de lleno en los pormenores de Granada, leyendo con atención cada entrevista que mi periódico publicaba. El periodismo, y aquellos grandes maestros, entre los que he de sumar, como no puede ser de otra manera, a Agustín Martínez, me enseñaron a decir en tres palabras, lo que se tiene que contar en tres palabras. Y les cuento esto, porque al igual que la traducción, el periodismo es un mundo que te abre a infinitas parcelas del conocimiento y, en lo que respecta a mí, me ha ayudado a saciar esta sed de saber que les comentaba más arriba. Los debates que realicé posteriormente junto a ilustres granadinos como Agustín Ruiz Robledo, Juan Francisco Delgado, Enrique Moratalla, Álvaro Martínez Sevilla, César Girón o Juan Pérez, me obligaron a estudiar más que las asignaturas que he cursado. Cuando cerraron La Opinión en 2009, para nuestra desgracia, continué cultivando el género en otros medios. Como última arista de esta gran casa de la comunicación, tuve la oportunidad de participar en un espacio de la televisión local que dirigía Paco Espínola donde, entre otros momentos para la historia, entrevistamos por última vez en televisión al genio del Albayzín, Enrique Morente, quien nos dejaría dos meses más tarde y que dijo perlas como estas, a tenor del nombramiento del flamenco como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad: “Yo lo que quiero, decía Morente, es nombrar a la Humanidad patrimonio del flamenco”.

Algo así, algo tan genial como esto, fue casi proclamado en 1922, cuando Falla y todos los personajes que contribuyeron a la realización del Concurso, lograron la proeza de que este acontecimiento tuviera un eco internacional, y que se hablara de cante jondo en periódicos de medio mundo. Pero volviendo a mis inicios, años antes de ingresar en La Opinión, debió ser como en el año 2000, Paula Marín me presentó a Manuel López Rodríguez, un granadino que ejercía en Madrid como catedrático de física nuclear, y que ha sido uno de los mecenas de mayor relevancia que me he encontrado. Este señor, sufragando el alto volumen del coste con su dinero, impulsó la creación de una magna enciclopedia del flamenco donde se demostrara el peso real que tuvo Granada en este arte. Así, se rodeó de algunas de las más importantes firmas de la época: Juan de Loxa, José Manuel Cano, Pepe Guardia, Paco Izquierdo, Paula Marín, Pepe Delgado o Paco Perujo, entre otros. Al enfermar nuestro amigo Pepe Guardia, a la sazón diputado de cultura en los años 80, gran dinamizador del flamenco y la tauromaquia en nuestra provincia, y el único destacado investigador jondo tras la desaparición de Molina Fajardo, un servidor, con 19 años, entré para revisar y actualizar su capítulo, el cante flamenco en Granada, y es ahí donde me convierto en biógrafo de todas las jóvenes figuras que por entonces despuntaban: Manuel Liñán, Juan Habichuela Nieto, La Moneta, Anabel Moreno, Kiki Morente o Patricia Guerrero, y que hoy son premios nacionales y gozan de un prestigio inmenso, llevando el nombre de Granada por doquier. Estos fueron mis inicios en la investigación jonda, de los cuales me siento muy orgulloso. Me sentiría más conforme si a López Rodríguez, aprovechando ya su avanzada edad, no lo hubieran estafado desde la editorial y esta enciclopedia hubiera salido adelante. Pero no fue así, y cada uno de los autores nos quedamos con nuestro capítulo y con el dolor por lo que había ocurrido, más el agradecimiento eterno a López Rodríguez, in memoriam.

Si me enamoré de Madrid por las luminosas crónicas de Paco Umbral, de Granada quedé prendado por cómo aparecía reflejada en la obra de sus poetas. Federico, Javier Egea, Soto de Rojas, Luis García Montero, Álvaro Salvador, Ángeles Mora, Antonio Carvajal, Teresa Gómez, Pablo del Águila, José Heredia Maya, Enrique Morón, hacen de esta ciudad el mismo efecto mágico que el reflejo de la Torre de Comares en el estanque que la flanquea: un lugar celestial, de otra dimensión, de otro mundo, que solo vive, posiblemente, en la memoria y el corazón de sus poetas, pero que existe, ahí, en ese centro neurálgico de la belleza más sublime.

Por estas calles deambuló otro poeta con mayúsculas que también escogió el número 29, como Ganivet, para irse de este mundo, Javier Egea, quien escribió sobre su Granada, con aquella nueva sentimentalidad inspirada por el profesor Juan Carlos Rodríguez, descubriéndome, cuando apenas era un adolescente, una Granada de personas que trabajan, que aman como acto de resistencia, pero también sufren el paro, la soledad y las durezas de un sistema en el que el amor parece no ser viable. Javier Egea nació un 29 de abril y decidió irse un 29 de julio.

Atrás se van quedandolos espectrales monumentosdonde el mundo esculpiera su fracaso,las estatuas que alzan el antiguo delirio,estratégicamente perdidas, insomnes en sus bronces,bajo los ojos sin piedaddel águila varada que corona la Bancay que también entre sus garrasmuestra el embate del verdín,las grietas que revelan su futuro.su inevitable corrupción.

Prefiero andar por esta ciudad ebrio de poesía, de cante, con el monóculo lírico en mis ojos, pues la altura de miras que te ofrece el arte es un bálsamo contra la podredumbre, y seguir descubriendo que, a pesar de los pesares, a pesar de cierta arquitectura sin sentido que ha roto tanta armonía estética en la ciudad, esta Granada sigue siendo la que encandiló a Alejandro Dumas, Sargent y Davillier. La ciudad que habita en los cuadros de Morcillo, Rodríguez Acosta, Juan Vida y Jesús Conde, en las crónicas de Richard Ford y los versos de Luis Rosales. La ciudad que suena en la guitarra de Ángel Barrios y los cantos de la zambra del Sacromonte “yo voy para Granada, con su cielo azul…” La Granada de esa prolija familia de dinamizadores sociales y culturales que son Los del Río, la ciudad que se urdía en torno a los corrillos de intelectuales del bar El Avellano y La Tertulia. Esa ciudad con tanto pasado y tanto futuro. La Granada sobre la que se eleva imponente la Torre de la Vela, la que se sitúa sobre tres corrientes de agua, con especiales aleaciones de metales preciosos en el vientre de la montaña de la Sabika, y las fuentes que aportan el tejido sonoro más especial del mundo bajo las noches estrelladas.

Esta es una ciudad sobre cuyo carácter se han escrito ríos de tinta. Y no me refiero ya a esa malafollá que tan magistralmente describe Andrés Cárdenas, y que padeció Manuel de Falla en su tiempo, sino al carácter hermético que dejó escrito Ganivet. Dice el maestro cantaor Antonio el Trinidad, que los granadinos nos parecemos a la Alhambra en nuestro carácter. Por fuera, adustos, serios, imponentes, pero por dentro se esconde la belleza oculta, la ornamentación, el verdadero valor. Yo voy más allá, y creo que somos algo así como los puentes ocultos del Darro, seres que han soportado el peso de siglos oscuros sobre sus espaldas, ocultos de la luz del día, postergados, aletargados por una maldición que cayó en esta ciudad tanto tiempo ha, y que puede troquelar aún el destino de las siguientes generaciones. Pero ocurre aquí como en aquella letra de las minas:

Soy piedra que en la terrera

todos arrojan al verme

pero en llegando a romperme

doy un metal de primera

Igual sucede en Granada: si escarban un poco podrán sacar a la luz los hermosos puentes de la época nazarí que se esconden bajo el asfalto eternamente contemplando el discurrir de las aguas del río Darro. Entiéndase esto como una metáfora sobre el carácter granadino.

Vivo constantemente en esa Granada que soñaron músicos, pintores y poetas. No puedo dejar de verla y sentirla, porque a pesar del plástico, a pesar de la masificación, siempre hay un bar que resiste, un camarero con su eterna malafollá, una vendedora en el Mercado de la Pescadería, ajena al tumulto, o el taller de guitarras de la Casa Ferrer, los talleres de Taracea de la calle Real de la Alhambra y la cuesta de Gomérez, la cerámica de Fajalauza o las calles del Albayzín, la alcaicería cuando se ilumina por la albura de una luna llena, Bibarrambla de noche, el Realejo atardeciendo desde el Lavadero del Sol. Siempre hay un rincón solitario, apartado del ruido y de un tiempo que corre tan deprisa que no nos permite ni respirar. Siempre hay un mirador que conocen solo los de aquí donde contemplar la ciudad de Alejandro Otero, Emilia Llanos, el guitarrero Francisco Manuel Díaz, de Mari Luz Escribano, y desde donde parten esos dibujos de Jorge Jiménez que emocionan a millones de personas en todo el planeta. La que fue testigo de los amores del ingeniero Don Juan Santacruz y de una gitana del Sacromonte llamada Antonia, la tierra de los Habichuelas, Miguel Ríos, los hermanos Arias, Zapata, Los Planteas, Lapido y Mariola Cantarero, la Granada que escuchó los primeros compases del Omega de Morente y Lagartija Nik, y el último quejío de Juanillo el Gitano, ese patriarca todo educación y sentimiento, que murió cantando por soleá. La de Juan de Loxa, Elodia Campra y Poesía 70, aquella que inspiró a Miguel Ángel González, Enrique Moratalla, Esteban Valdivieso, Antonio Mata o Carlos Cano,

Granada es como una rosa

más bonita que ninguna

que se duerme con el SolY florece con la Luna.Enamorada del agua, flor de la brisa,Que vive sola por culpa de las espinas.Rosa de melancolía, los ruiseñores le cantanY ella, como es flor de olvido,Con el silencio les paga.Granada vive en sí misma tan prisionera,Que sólo tiene salida por las estrellas.

Me gusta esa Granada de Carlos Cano, de Ayax y Prox, la que canta Raúl Alcover, las crónicas de Molina Fajardo, la que describe Eduardo Castro en sus exhortaciones, la que apunta Antonio Enríquez en su Tratado hermético de la Alhambra, la que se erige sobre las hermosas palabras de Carmelo Sánchez Muros y Rafael Guillén, aunque Granada sea una tierra que solo tiene salida por las estrellas, me gusta esa ciudad del Darro que inmortaliza Vázquez de Sola en sus composiciones, y adoro también a la otra Granada que bulle en torno al edificio del Hospital Real. Esa ciudad llena de colorido, acentos, chupitos y libros. Miles de jóvenes que llenan de vida, desde hace siglos, a la vieja corte del reino nazarí. Ese bullicio de bares de tapas, calles y plazas llenas de estudiantes, de primeros amores, de primaveras, que son presente y futuro de una cronología incierta.

Y no todo en Granada es tan inmutable e imperecedero como a veces presentimos. En esta bella durmiente, en esta ciudad encantada, también ocurren cosas. Un enjambre sísmico sin precedentes hasta muchas décadas atrás, una rectora, Pilar Aranda, al frente de la Universidad por primera vez en cinco siglos de historia, la llegada del AVE, el nacimiento de la Fundación Miguel Ríos, la medalla de oro de las Bellas Artes a la Peña de la Platería y un prestigio científico y médico que se disputa la más alta consideración en Europa. No todo son rémoras del pasado, inacción, imágenes congeladas, daguerrotipos y celebraciones espurias que separan más que unen. También hay vida, también hay avaneces, a pesar de unos pocos.

Y no quiero terminar sin recordar a los innumerables cantaores flamencos que, ya en los años de posguerra, pasando tantas necesidades, buscaban la vida en el Álamo, el Rey Chico o la Venta Zoraida, esperando a ver si algún señorito se dejaba caer por allí y les contrataba una fiesta privada. Eran los tiempos del gran Cobitos, de Pablo de Écija, Tía Marina Habichuela, Papa José, padre de los Habichuela, Manolo Osuna, Guzmán Alvea, Ángel Rodríguez Chanquete, Pataperro (padre de la gran bailaora Mariquilla), Juanillo El Gitano, El Niño de la Cava, Victorino de Pinos, Ataulfo Granada o Pepe Albayzín. Las mujeres les forraban los abrigos con bolsillos de hule, y así, con las últimas páginas del alba y el descuido del señorito, los pollos con ajos volaban directos a esos bolsillos o a las bocas de las guitarras, que chorreaban pringue sin cesar. En la casa, esperaba una prole hambrienta que recibía con ansias las viandas. Pero les hablo de ellos porque, además de su profesión de cantaores, algunos de estos artistas se buscaban la vida con el comercio, y vendían cantando hermosos pregones. Tal era el caso del Niño de las Almendras, personaje al que me encontraba como un pincel, con su traje y su corbata impecables a las 8 de la mañana, cuando yo iba a las clases de la facultad de Traducción, él volvía de fiesta, y entonces me enganchaba del brazo y me decía, “sobrino, vamos a desayunar.” Por supuesto yo ya no iba a clase, y me pasaba la mañana escuchando sus historias y sus cantes.

Almendras, almendras yo se las vendo

Almendras llevo en cestica

Por las calles de Graná

No encontrarán cosa más rica

Los flamencos más veteranos me hablan de aquellos Corpus de los años 50, recién constituida la peña de La Platería, cuando se presentaban los grandes aficionados de aquella época, con su gesto grave, a evaluar las actuaciones de cante. Si el cantaor les gustaba, no se movían. Si, por el contrario, lo que estaba haciendo el intérprete no se ajustaba a los cánones, levantaban la mano al unísono y decían que no, y que no. Qué manera más directa de hundir a un artista. También me hablan del Corpus que se celebraba en el Salón, con sus caballos de madera y sus atracciones manuales. Pero nosotros, los que nos hemos criado en los 90, ya tenemos más fresca la ubicación de Almanjáyar, el Real de la Feria, su iluminación, las casetas que son el alma de la fiesta nunca mejor dicho, el olor de las garrapiñadas, los pollos asados, las nubes de algodón, y esa algarabía constante de sonidos asimétricos, dispares, sincopados, tómbolas, atracciones, sevillanas y discotecas.

Y por último, otro justo recuerdo. Hace 50 años, un grupo de aficionados al flamenco decidió conmemorar el cincuentenario del concurso de 1922 realizando otro certamen en la placeta de San Nicolás donde se dieron cita algunas de las personas que habían estado en 1922: Andrés Segovia o la Niña de Salinas, entre ellos. El sevillano Calixto Sánchez fue el ganador, y hubo varios granadinos entre los primeros premios: Uno, mi maestro Manuel Ávila, de Montefrío, a la sazón la primera Lámpara Minera que tuvo Granada, en 1983, y otro, el maestro Curro Andrés, medalla de oro de esta ciudad, a quien tanto debe, no solo un servidor, sino la mayor parte de las nuevas generaciones de artistas flamencos, la Semana Santa, la navidad granadina, y la cultura en general. El maestro Agustín Castellón Sabicas fue uno de los grandes artistas invitados para tal acto, así como nuestro catedrático del toque, Manuel Cano, uno de los máximos valedores de la guitarra flamenca de todos los tiempos, más la importancia de la figura de ese mecenas del flamenco que fue Manuel Martín Liñán, fundador de la segunda etapa de la Peña La Platería en su ubicación actual, junto con el trabajo que desempeñó Sebastián Pérez Linares, como impulsor de aquel acontecimiento que volvió a llenar de flamencura esta Granada nuestra. Es justo recordarlo.

No he querido mantener una estructura formal, obsesivamente cohesionada, al modo hermético de algunas composiciones, porque entiendo que un pregón, por la indescriptible emoción que provoca ser el encargado de pronunciarlo, debe contener un borbotón de recuerdos, imágenes, pleitesías y querencias, así que aprovecho estos últimos segundos para desear lo mejor para el futuro de esta ciudad, abogar por la elegancia del debate, por la unión para sacar adelante las propuestas que ayuden a mejorar a nuestra noble villa y convertirla en la Granada del siglo XXI que todos los granadinos desean: una ciudad habitable, respirable, limpia, culta, cohesionada, respetuosa con el medio ambiente, sus costumbres y sus gentes, abierta, como ha sido siempre su historia, y firme como la Torre de la Vela.

Es hora de que los granadinos enciendan los corazones y se dispongan a disfrutar de nuestra tradición después de una inusual pandemia que nos ha restado tanto, que busquen la estrella que les guíe, y les lleve a un mundo con menos odios, como cantó Enrique Morente, en esa búsqueda constante de la felicidad aristotélica a la que todo ser humano debe aspirar, en perpetua comunión consigo mismo y con los demás, que se deslicen por los mismos caminos que nunca hayan soñado, como Pablo del Águila, que se sientan orgullosos de una ciudad con tanta historia gloriosa, con tantos hijos e hijas ilustres, y que contribuyan a seguir engrandeciéndola, que terminen la fiesta cuando un alba rallada se desplome en la espalda violeta de Granada, como escribe Luis García Montero, que reciban a los forasteros con los brazos abiertos, como es esta ciudad, y entonando el bienvenidos de Miguel Ríos, que se atrevan con los bailes de la mosca, la cachucha y la alboreá granadina, mucho más pintorescos y originales que las sevillanas (con todos mis respetos a las sevillanas), que se dejen llevar por la embriaguez que es la vida, que sus amores hieran los ojos a los puentes, como dice Teresa Gómez, pidiéndole a la vida, algo más que la vida, como el poema de Álvaro Salvador. Que en el Zaidín, El Polígono, Hazagrande y la Chana haya más pan y trabajo, y deje de escaparse el tiro pa los de abajo, a la manera de mi añorado Juan de Loxa; que las corrientes de agua que atraviesan esta ciudad se lleven todos nuestros males, y que al elevar la vista para contemplar la Alhambra, nunca olvidemos que esta ciudad fue y debe ser el mejor ejemplo de concordia, de fraternidad entre pueblos, que aquí nadie es forastero, aquí cabe todo el mundo, como ha ocurrido desde hace siglos, pues, la misma historia nos muestra, que han venido desde fuera muchas de las personalidades que han contribuido a hermosear Granada, desde Antonio Jara, a Don Juan Santa Cruz, Washington Irving o el propio Manuel de Falla.

Greñúos del Realejo, que os nutrís de lo más sublime de esta ciudad desde el Campo del Príncipe; zaidineros proletarios, por cuyas calles cuelgan los trapos a modo de banderas de la gente, humilde; Chaneros de la Encina, vigilantes de la pueta de nuestra ciudad; gentes honradas del Polígono que cada día acuden a su trabajo y que padecen los cortes de luz ajenos a sus acciones; albayzineros que os sentís república independiente de Graná y desprendéis olor a jazmines; gentes del barrio de Fígares que suspiráis sobre las aguas del Genil; granadinos de la Sabika y la cuesta de Gomérez que guardáis en vuestra retina los colores más hermosos de la Torre de la Vela; estudiantes llegados de los sitios más recónditos del planeta que hacéis de esta ciudad la preferida y el destino idílico de los universitarios de toda Europa; jóvenes músicos, poetas, bailarines, pintores, que escogéis la corte nazarí para llenar vuestra alma de artistas con tanta belleza sublime; moradores de la Calle Elvira, de donde habitan las manolas, centinelas de la Bola de Oro y el Serrallo; habitantes del cerro de San Miguel, sacromontanos que tocáis el corazón de esta ciudad con la luz de vuestras cuevas de cobre; granadinos de la Lancha de Cenes, aduana del sol y la nieve; granadinos todos que, como costaleros, levantáis cada mañana esta joya de occidente llamada Granada sobre vuestro costado, ciudad que los antiguos moradores entendieron como el inicio del Universo, como el triángulo isósceles que fuera piedra angular, principio de la alquimia, ciudad de la magia y los atardeceres más bellos del mundo. Salir a las calles, inundar esta ciudad con el bullicio propio de su gente, como ocurriera hace 100 años en torno al cante jondo, pero hoy en torno a la vida, a la celebración del maravilloso hecho de estar vivos. Disfrutar de las fiestas, resarciros de los temblores y los encierros causados por el virus. Cantar, bailar y sentir que la vida es el mayor regalo que nos han dado, y que vivirla desde esta ciudad es una de las mayores experiencias que pueda sentir un ser humano, en ese duelo eterno con la belleza, donde todos, como Baudelaire, gritamos horrorizados antes de sucumbir.

Felices fiestas. Salud, amor y libertad.

Juan Pinilla Martín

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