Estrenos de cine

Newton, mucha nieve y el Instituto de Cartuja

El rodaje de 'La sociedad de la nieve' en Sierra Nevada.

El rodaje de 'La sociedad de la nieve' en Sierra Nevada. / Archivo (Granada)

La cena de Nochebuena se tornaba algo incómoda, cuando el único sitio libre me conducía a tener que practicar un par de horas de amena conversación con mi vecino de mesa, un hermano político que, viviendo a un océano de distancia, irrumpe en mi vida una noche cada dos años aún llamando Zapatero a Pedro Sánchez y que pone cara de extrañeza cuando el telediario empieza con imágenes de una chica de larga melena disfrazada de Juanito en el Mundial del 82. La última vez que se produjo circunstancia tal que ésta me supe agarrar al recurso barato de rajar de Donald Trump, pero ahora, con Biden, igual mejor callarse.... Se dibujaba silencioso el largo rato que precede a la Santa Sidra, cuando la socorrida Marimorena marcaría por fin el comienzo de otra fase de la velada, esperanzadamente mucho más llevadera.

De pronto, una lucecita se encendió en mi cerebro. Sentí parecida excitación que, cuando allá por final de los 70, Don Andrés Gaitán, magnífico profesor de Física y Química en el granadino Instituto de Cartuja, tuvo a bien preguntar en un examen post-recreo La Tercera Ley de Newton sobre el movimiento de los cuerpos. Confieso hoy que nunca llegué a entender tal pensamiento, pero, como al que le toca la lotería, venía justo de repasar esta enrevesada teoría cinco minutos antes sobre unos apuntes en papel reciclado, sutilmente decorados con una artística pincelada de tono marrón-Phoskitos. Antes de que en el trapo de mi mente se soltasen los alfileres que fundamentaban mi flaco conocimiento newtoniano, agarré fuerte el boli y eché mirada abajo para tratar de reproducir rápido, antes de que escapase, lo recién visto en el patio. Pero no, …aquí no hay quien se concentre… Intentando fijar la vista en el folio solitario sobre el pupitre, sólo podía ver por el rabillo del ojo las piernas flacas de mi compañera de al lado, que no dejaban de practicar un casi imperceptible micropataleo sobre sus botas camperas. Levanté la vista, dispuesto a reivindicar mi derecho a quietud cuando, al observar aquella expresión en la cara de Mariajo, me sorprendí de cómo una persona podía llegar a pronunciar tan alto y tan claro la frase "ni puñetera idea" sin necesidad de usar la boca. Todo tiene nombre y, ya más mayor, he sabido que eso se llama lenguaje corporal.

De vuelta a estos tiempos, pensé …esta Nochebuena triunfo…, y así me lancé: ...Enthonio (tal como llaman a mi cuñado en Los Ángeles, donde trabaja desde hace muchos años como cineasta), y ¿Cuál es exactamente la función del script en una película?... (toma ya pregunta interesante). Faltó noche. Mantecado va, copa de anís viene, de aquel prolongado monólogo pude concluir que en el buen trabajo del (o de la, si fuera el caso) script reside gran parte de la responsabilidad de que saques o no esa sensación de haberte metido en la película. Sólo un talento especial es capaz de seleccionar entre cientos de tomas, para decidir con certeza en cuál de ellas el rostro del actor transmite de modo más fiel un sentimiento concebido por director y guionista, y cómo a través de solamente lenguaje corporal el espectador debe ser capaz de percibir la sutil evolución de sentimientos; y hacerlo exactamente al mismo ritmo que se reduce el tiempo real al intervalo de un par de horas que dura una reproducción celuloide.

Siempre me apasionaron las aventuras de supervivencia. En un frío enero de los de antes, el de 1992, me tocó, por trabajo, como miembro más joven de la Primera Expedición Granadina a la Antártida, hacer el vuelo Montevideo-Santiago de Chile. Mientras cruzaba la inmensidad de la Cordillera de los Andes a bordo de un minúsculo aparato volante que lucía orgulloso en el fuselaje la inscripción PLUNA (Primera Línea Uruguaya de Navegación Aérea), la luz de atardecer sobre las cumbres nevadas no me dejaba parar de pensar en la gesta vivida por aquellos muchachos que años atrás habían protagonizado la aventura-tragedia conocida como El Avión de Los Andes. Me pude imaginar, por lo largo de aquella travesía volante sobre infinitas montañas, lo pequeño que debe de sentirse uno al verse sumergido en ese inmenso océano de cumbres rosáceas. Leí, a partir de entonces, sin más remedio, todo lo que pudo caer en mis manos sobre aquella historia fascinante.

La tarde del día de Año Nuevo siempre me pareció un poco tonta. A la languidez resacosa inherente al primer día de cada nuevo calendario se suele sumar una especie de vértigo ante la imposición de tener que empezar a cumplir recurrentes propósitos de enmienda y mejora que, de manera tan ligera, se van diseñando sin límites durante vacaciones de Navidad. En un golpe de arrojo, para estrenar 2024 decidí darle un día de margen a mi somnoliento cerebro. Para ello nada mejor que acercarme a Kinépolis, a ver que echan. Anda, La Sociedad de la Nieve. Esta puede servir. Creo que es larga.

Pertrechado con una repleta cajita de cartón cuadrada y flexible, me acomodé en mi butaca de la fila seis, sin más expectativas que las de tratar de pasar la tarde. En diez minutos ya tuve que echar mano del abrigo. Siguieron dos horas y media de intenso frío polar. Cada vez que mi mano repleta de palomitas me rozaba la boca, os juro que me notaba crecer la barba. Mi pelo se iba desgreñando. Mi nariz enrojecía por momentos. Hasta llegué a tocarme la pierna para ver cómo iba mi herida. Y si no fui al baño, no fue por falta de ganas, sino por inconsciente miedo a encontrar oscuros cambios en el color de mis fluidos.

Alguien consiguió sobre mí esa sensación de meterse en la película. Definitivamente lo hice. Sólo pudo alcanzar este efecto una enorme script granadina. Como espectador, muchas gracias por tu excelente trabajo, Pepa Domínguez. Aprendiste mucha Física en el Instituto de Cartuja, aunque no recordases aquella mañana la Tercera Ley de Newton.

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