Festival Internacional de Música y Danza | Crítica

La bella y desdichada Otero en tiempo de ópera, flamenco y danza

  • La escenografía creada por Eduardo Moreno junto con la iluminación de Juan Gómez Cornejo redondearon una primera parte notable

  • un parón de 25 minutos a modo de descanso innecesario rompió no sólo el hilo conductor de la obra, sino toda la tensión escénica creada en la parte inicial

Un momento de la representación de 'La Bella Otero'

Un momento de la representación de 'La Bella Otero' / Antonio L. Juárez / Photographerssports

Leer y contar la vida de una artista a través de la imagen y de la danza supone un ejercicio de responsabilidad muy intenso y que puede dar resultados polarizados. Ya de inicio, acertar en el contenido, en el diseño y la priorización del qué contar representa un trabajo de escrutinio y análisis conceptual que nos puede llevar a conseguir convertir una obra en magna o en trivial y liviana.

El director del Ballet Nacional de España, Rubén Olmo, se estrenó con la obra La Bella Otero en el Generalife en el marco del Festival de Música y Danza con una visión personal sustentada en las verdades y mentiras sobre las que la propia protagonista creó un personaje entre lo real y lo fantástico pero que la hizo convertirse en femme fatal de su época dejando para la posteridad el ideal de un personaje cuyas experiencias vitales la convirtieron en leyenda.

De ahí que aún hoy no sepamos cuánto de lo que sabemos acerca su vida fue real y cuánto no. A partir de aquí se hace difícil acertar en el esbozo de un guión que pueda ahondar en su vida. El propio Olmo ya lo avisa: contamos su historia, la que nos ha llegado, con sus leyendas y sus realidades utilizando la danza como medio de expresión y motor de ilusiones.

La Bella Otero está dividida en dos actos. Actos que se presentaron casi irreconciliables ante el público gracias al descanso que hubo.

En una especie de flash-back es la propia Otero la que relata su vida, imbuida en dos grandes artistas: la apertura de la primera escena vino de la mano de Madame Otero, extenuada y apenada por el tiempo, gracias a la labor de Maribel Gallardo que la define estéticamente como una mujer cansada de la vida, resignada, colmada de hartazgo pero vislumbrando en ella una nostálgica vida llena de momentos y paisajes personales que dan rienda suelta a que la bailaora granadina Patricia Guerrero sostuviese todo el guión dancístico asumiendo con responsabilidad y enorme conocimiento de la danza y del flamenco contar las penurias y alegrías de Carolina Otero, una joven que fue violada y que recurrió a cambiar de nombre y hasta inventarse una nueva vida para resucitar.

La escenografía de cada escena de los actos ayudó a entender los pasajes vitales de Otero. Esa violación vivida en plena niñez, con la Virgen deambulando en el escenario y arropada por el cura que aún en su rol divino quiso abusar de la protagonista ayudaron a entender el punto de partida.

Los Canasteros es el segundo de los pasajes en el que se cuenta la huida de Otero con artistas ambulantes. Destacable el colorido vestuario de la obra general, de la mano de Yaiza Pinillos. El ropaje contextualizó a la perfección los espacios y los tiempos sin necesidad de una escenografía que soportara su propio peso.

Uno de los pasajes de la representación de 'La Bella Otero' Uno de los pasajes de la representación de 'La Bella Otero'

Uno de los pasajes de la representación de 'La Bella Otero' / Antonio L. Juárez / Photographerssports

La historia cuenta cómo la Bella Otero concibe el amor: un conjunto de oportunidades de las que puede sacar rédito económico. En Carmen ya la vemos con su amante brindando las oportunidades que le da una nueva vida, protegida por el palco de honor desde donde se convierte en la hija de Carmen de Bizet y comienza su camino al estrellato. No obstante, la riqueza de las coreografías grupales se vio ensombrecida por la duración de las mismas. Menos es más. Y ahí en donde nos topamos con la falla. Un excesivo minutaje del conjunto de la obra que, a pesar de la tensión escénica y las transiciones bien ejecutadas entre pasajes, provocó desazón en el hilván del argumento entre actos. No en vano, el resto de piezas del primer acto fundamentaron a la perfección la calidad artística del conjunto y de la individualidad soberbia de Patricia Guerrero que, siendo flamenca y vanguardista, supo mimetizarse con la Bella Otero y convertirse en ella.

Concebida la obra en tiempos de la Belle Époque francés, hay espacio para los cafés cantantes y guiños al flamenco aunque los café-chantant parisinos no programaran flamenco.

Sones de caña en las guitarras encaminados hacia los fandangos folclóricos y finalizando en las alegrías dieron rienda suelta para que Patricia Guerrero demostrara credenciales jondas con mantón, saltando improvisadamente del palco en el que estaba con el Duque italiano, su nuevo amante en un afán de demostrar su valía artística como bailarina y bailaora aunado al contraste del poder del hombre sobre la mujer y de la libertad ejercida por Otero.

Musicalmente, la obra se sostiene con música en off diseñada oportunamente por Manuel Busto, Alejandro Cruz, Agustín Diassera, Rarefolk y las guitarras, estas presenciales, de Diego Losada, Vicente Márquez, Enrique Bermúdez y Pau Vallet. La escenografía creada por Eduardo Moreno junto con la iluminación de Juan Gómez Cornejo redondearon una primera parte notable.

Sin embargo, un parón de 25 minutos a modo de descanso innecesario rompió no sólo el hilo conductor de la obra, sino toda la tensión escénica creada en la parte inicial. El segundo acto se convirtió, pues, en un conjunto de piezas, con apenas conexiones, a modo de separatas deslavazadas que rompieron la magia creada en el primer acto. Ni tan siquiera el vestuario elegido, iluminado, colorido, conceptual y acorde con los momentos y con la estética parisina de finales del siglo XIX fueron capaces de levantar a la Bella Otero.

La dramaturgia de Gregor Acuña-Pohl no tuvo siquiera la culpa porque fue excelente en el fondo y en la forma. En tanto que las coreografías del cuerpo de baile femenino, masculino y en conjunto se diseñaron correctas, la excesiva duración del espectáculo consiguió que las de la segunda parte no lucieran como debieran y convirtieron el final de la obra en un descenso sombrío y deslucido en concordancia con el final de la vida de Otero aunque no fuera la intención del concepto de obra de este Ballet Nacional.

El pasaje final, triste, melancólico, casi lúgubre con Rasputín como protagonista y con Rubén Olmo en su alma y cuerpo, nos mostró el juicio y la sentencia a la Bella Otero condenada a la indigencia y a la vejez acelerada entonando ésta la Habanera de Carmen. Una última visión hacia el pasado, a su feliz juventud, al casino que tanto le dio y tanto le quitó dejó un sabor agridulce no sólo en la realidad vital de una artista que vivió como quiso sino en el público que no pudo más aplaudir justa y cumplidamente al final de la noche.

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