De viaje por Lérida, Santa Coloma de Queralt, la tierra de Valllosera, Barcelona y algunos otros puntos más de la Catalunya de hoy y de siempre descubre uno la realidad más allá de las soflamas incendiarias de unos y de otros sobre lo que es (o debe ser, que ese era el problema, tal vez) de una tierra española hermosa, pujante, sabia, antigua y con ganas de un futuro mejor y en paz según se va viendo.

Porque sigue el runrún de siempre pero atenuado, más cansado ya que cansino, con evidentes muestras de que amarillean ya las banderas de tela raida en los balcones, como si la lucha cultural-nacionalista empezara a ser cosa de nostálgicos de otros tiempos.

Así, das en tus paseo con lugares reveladores como ‘El Barri’ en el casco histórico de Lérida y, entre rumbas catalanas que acompañan una cena a base de pan tumaca y buenos platos, sientes que la mezcla es ya sinónimo de Cataluña, de modernidad, de espacio de encuentro con mesas en las que hablan en catalán junto a grupos que hablan en castellá mientras que los camareros simpáticos y encantadores te hablan en lo que proceda, haciendo realidad la riqueza de pertenecer a dos culturas y dos mundos tan imbricados entre sí que difícil sería decir hasta dónde llega uno o comienza el siguiente, siendo al fin y al cabo culturas hermanas después de siglos y siglos de entrelazarse sin más conflicto que decir buenos días o bon día, así, con naturalidad.

Los catalanes son peculiares. El ‘hecho diferencial’ es innegable. Y está bien reconocerlo. Todos queremos ser valorados en nuestro ser, nuestra unicidad e individualidad, sea esta la que sea. Y eso está bien. El románico y el gótico todo lo inunda de solemnidad y recogimiento espiritual. La lejana cercanía en el trato te obliga a reabsorver tú también ese sentimiento y esa emoción más a flor de piel de los del sur y concentrarla en cada gesto que se vuelve más intenso aún siendo formal. Porque aquí descubres que la formalidad y hablar más bajo y a la europea en los bares no resta calidez al encuentro sino que lo vuelve más íntimo, privado y cómplice. Y eso es bueno.

Pero las banderas, esos paños de la discordia, presiden cada rincón del paisaje urbano o rural. Hay una guerra soterrada y constante de símbolos que a nadie beneficia y a todos crispa, de ahí lo prescindible del conflicto más de cabezas que de corazones. Es más hora de integrar opuestos que de remarcar conflictos. Y el cansancio de tanta pelea a todos beneficia. Menos a los que les queda pasar por la trena, ese lugar que a tantos ha hecho reflexionar sobre la distancia entre el deseo y la realidad y la importancia de no distorsionar lo real por mucho que en ello te fuera el sueldo.

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