El lanzador de cuchillos

Corresponsal en el infierno

Antes corresponsal de guerra, en los últimos tiempos Arenzana pierde el tiempo discutiendo de estándares de género en el CAC

Pepe Arenzana, sevillano de Huévar, es un periodista de raza. Pertenece a esa estirpe de viejos reporteros -como Pérez Reverte, que puso su nombre a un personaje de la saga Alatriste- cuyo trabajo es tan apasionante como su propia vida.

Curtido, literalmente, en mil batallas -Sudán, Etiopía, Tanzania…-, en la década de los noventa cubrió, como freelance, acontecimientos de relieve internacional en casi medio centenar de países y sus crónicas se publicaron en los principales diarios españoles -El País, El Mundo, ABC- y en importantes revistas nacionales y extranjeras. Ha sido, además, guionista de Herrera y de Quintero, pero en los últimos tiempos se aburre en un sillón del Consejo Audiovisual de Andalucía, discutiendo con impostada solemnidad sobre si los informativos de Onda Mezquita o Antequera TV cumplen con los estándares de género.

A Pepe, que sigue vistiendo como un corresponsal de guerra, la cosa funcionarial le sienta como a Paquirrín -o a él mismo- un sombrero de copa; además de un polemista obstinado e invencible, es un hombre de acción que echa de menos la adrenalina del frente, los visados y los aeropuertos. Sigue creyendo en la importancia del periodismo "en primera línea", que permite percibir la realidad con todos sus matices y contar al mundo de manera rigurosa lo terrible que puede llegar a ser. Por eso quiere volver a Ruanda, para comprobar in situ si las cicatrices del holocausto tutsi -uno de los episodios más atroces de la historia post-colonial de África, de cuyo inicio se cumplen ahora 25 años- siguen abiertas.

José María Arenzana dio testimonio de aquel genocidio en una serie de crónicas desgarradoras para El País: "El día que llegamos a la frontera con Tanzania, por la que huían quince mil personas diarias, me fui a ver al enterrador de un cementerio improvisado en aquella ciudadela silvestre de refugiados. El primer nombre que encontré anotado en una sucia libreta era el de una cría de ocho años. Luego venían setecientos más. Pero el verdadero pelotón de fantasmas se hacinaba en las orillas del caudaloso río Rusumu, a los pies de una catarata de aguas achocolatadas, en cuyo extremo se encontraba el puesto fronterizo de Ruanda. Allí abajo, en las orillas de aquel río, al pie de la catarata, se amontonaban miles de cadáveres descuartizados que habían sido arrastrados por la corriente desde las ciudades y pueblos del interior del país, convertido, durante cien días, en un patíbulo del infierno". Pepe, como el maestro Juan Martínez en la Rusia revolucionaria, estaba allí. Para contarnos el horror de la furia del hombre desatada.

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