La Granada vacía

Hay pueblos en los que nadie viviría, aunque le regalaran las casas y les dieran un sueldo a los habitantes

El informe sobre la evolución demográfica en Granada del que se hablaba el otro día en este periódico es inquietante: 112 municipios de los casi 174 que tiene la provincia pierden habitantes. No reponen la población porque los que mueren no son reemplazados por los que nacen. Es pura aritmética. Y luego están los que se van. El sueño de cualquier joven de un pueblo es poder marcharse de él. Dice el informe que 41 de esos municipios están en riesgo de despoblación y de ellos 14 están a punto de desaparecer en el mapa. Le pasa a Gobernador, por ejemplo, que ha perdido casi cien habitantes en diez años. Ahora tiene 210 y si sigue este ritmo quedaría completamente inhabitado dentro de veinte años. Y como él muchos más: Agrón, Murtas. Benalúa de las Villas, Torrecardela, Montillana, Morelábor, Almegíjar… Pueblos que se están quedando sin jóvenes y sin vida.

El fenómeno de la despoblación no es nuevo. Ni siquiera de este siglo. Me entrené en esto del periodismo escribiendo una serie de reportaje sobre aldeas jienenses que se estaban quedando solas. Aldeas donde la única vida existente era la de los cuatro viejos que las habitaban. Eran los años setenta del siglo pasado. Jaén y Granada llevaban muchos años enviando emigrantes a Francia, Alemania y Cataluña. Ya se hablaba entonces de la España vaciada. En una aldea muy cerca del río Zumeta encontré un poblacho con un solo habitante. Se llamaba Domingo y vivía en una casa destartalada que ni siquiera se esforzaba en reparar. “Pa lo que me queda en este convento…”, solía decir. Domingo tenía tres perros, cuatro gatos y dos mulos. Eran su única compañía. Él me hablaba de cuando en su aldea se hacían fiestas y había dos tabernas. Y de cuando los mozos les cantaban serenatas a las novias. Ahora todo es silencio, me decía con los ojos perdidos en la nostalgia de un tiempo que fue mejor.

Desde entonces se habla de medidas para evitar la despoblación, desde crear empleo a meter internet. Pero es inútil. Hay pueblos en los que nadie viviría, aunque le regalaran las casas y les dieran un sueldo a los habitantes. Hace poco recibí la visita de dos amigos madrileños a los que llevé a La Alpujarra. Estaba yo alabando la existencia tranquila de aquellos pueblos, la calidad de vida que se gana viviendo allí y de esos silencios tan apetecibles en cualquier ánimo, cuando uno de mis amigos soltó: “Sí. Esto está muy bien, pero para un fin de semana”. Cambiar esa idea es demasiado difícil.

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