Hace unos días se produjo un incendio en el campamento de refugiados de Lesbos que había sido levantado para acoger a unas 3.000 personas y que, sin embargo, albergaba a más de 12.000. Se estima que hay unos 400 menores no acompañados. Más de la mitad de los inmigrantes estaban alojados en contenedores, clasificados por familias y nacionalidades, y el resto en tiendas de campaña y casitas de uralita.

El incendio ha dejado a todas estas personas en una situación de extrema precariedad, si es que cabe decir que ya no lo estaban. Y la noticia de este suceso, aunque seguramente no tendrá una presencia durante muchos días en los espacios informativos, ha puesto de nuevo de actualidad el enorme drama que supone este asentamiento humano en territorio de la Unión Europea.

Me confieso poco conocedor de la problemática que supone la realidad de la gestión del desafío de los movimientos migratorios a los que millones de personas se tienen que enfrentar y que, periódicamente, afloran en los medios de comunicación. Pero me llama la atención cómo las informaciones relativas a situaciones como esta que ha ocurrido en Lesbos pasan desapercibidas en nuestra sociedad. Es como si se actuara mirando a otro lado. Como si nos fuera mejor aplicando la política del avestruz.

Lo cierto es que Lesbos existe con este asentamiento de refugiados desde hace ya mucho tiempo, demostrando que la Unión Europea es incapaz de abordar la problemática de la inmigración con criterios de respeto a los derechos humanos. Y este incendio nos enfrenta a una descomunal crisis humanitaria en nuestro territorio.

Y en un momento como este en el que seguimos golpeados por la pandemia causada por la Covid-19, se adivina un cóctel explosivo cuyos ingredientes son la xenofobia y la pandemia. Nos acercamos al otoño y los miles de personas que están en Lesbos en condiciones lamentables deberían ser un asunto que merece la prioridad de toda Europa. Ojalá lo sea.