Libertad sin ira, ¡libertad!

A los cuarenta años de la muerte de Franco, se vuelven a hacer leyes que nos prohíben muchas cosas

Había cumplido catorce años. Y nos llevaron desde el instituto a un aprisco, al margen de la carretera nacional. Por allí iba a pasar Franco, inauguraría el pantano de Iznájar, el que aún es el mayor de la comunidad autónoma de Andalucía. Después de una larga espera, en la que no nos podíamos mover del lugar que inicialmente se nos asignó -ni para miccionar- llegó la presidencial comitiva. Tras multitud de motoristas y coches de respeto y a diferencia de la cinta de Bienvenido Mister Marshall, el auto negro acharolado y más grande se detuvo en el lugar en el que aguardaba el alcalde -¡lástima, no era Pepe Isbert!- y las demás autoridades y tras abrirse la portezuela, le hicieron devota entrega de un gran ramo de flores. Mientras, porfiábamos entre los mocitos niños -naturalmente a buena distancia- por descubrir, a través de la ventanilla, la cabezuela de Su Excelencia que, como si de un sello de correos se tratase, impertérrita permaneció.

Esa fue la primera, última y única vez que vi al general por un instante, casi relámpago, para poder, junto a algún compañero más, ufanarme luego de mi destreza visual al haber visto nada menos que a Franco, gesta con la que pensé comenzar a hacer nómina de emociones vitales para relatar cuando fuese viejo. Y eso fue todo.

Así vimos a Franco, ese hombre que ocupó en nuestra presencia física apenas unos segundos, pero cuyo gobierno marcó nuestra primera juventud y en todos los órdenes de la vida. Luego, ya lo saben, fueron otras cosas.

Franco estaba entonces hasta en la sopa de letras. Los titulares de primera en todos los medios impresos y en los informativos de radio e incipiente televisión, además, claro está del NODO en los cines eran -como es hoy Pedro Sánchez en La Sexta- para sus cosas, sus viajes, sus visitas, sus inauguraciones, sus consejos de ministros, su mujer, en fin, todo él. Y recuerdo, también, que había muchas cosas que no se permitían hacer, estaban prohibidas, porque, en el fondo, los mandamases de aquel tiempo no creían que los españoles tuviésemos suficiente madurez y capacidad para ser libres. Por eso prohibían y prohibían.

Luego vino la democracia. Y con ella la libertad. Nos lo cantaban muy alegres los de Jarcha: ¡Libertad sin ira, libertad!. Ahora, de nuevo, a los cuarenta años de la Constitución libre y con estos gobiernos de la izquierda radical, se vuelven a hacer leyes que nos prohíben muchas cosas, bajo penas de cárcel y de multas gordas: piropear a una mujer o hablar bien de Franco, por ejemplo. Antes lo era por hablar bien de los demócratas. Pero hoy es diferente: nos dicen que somos libres. ¿O no?

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