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Pasamos buenos ratos en El Albergue

A Luis le ha llegado la hora de la jubilación y quiere disfrutar de ese mundo que está detrás del mostrador y que apenas conoce

Es cierto que el cierre de un bar es un asunto delicado del espíritu. Ha cerrado El Albergue y ha llegado una ola de abatimiento en muchos parroquianos que lo frecuentábamos. El pasado sábado, día 23, ofreció sus últimos vermús. Me refiero a la taberna de la calle San Pedro Mártir que tenía una réplica de la basílica de la Virgen de las Angustias en el mostrador y que estaba regentado por Luis Alcalá, el inefable Luis, el hombre que lo ha atendido durante cuarenta años. Luis ha echado el cierre porque le ha llegado la hora de la jubilación y quiere disfrutar de ese mundo que está detrás del mostrador y que apenas conoce. Este bar ha sido de mucha gente, pero sobre todo de jubilados que hemos esperado pacientemente a que fueran las doce y media para ir a por el vermú casero con una tapa de callos. A la una ya no había sitio libre en las mesas y en la barra y a las dos en el local no cabía ni un alfiler. El Albergue tenía el encanto de los bares familiares donde iba todo muy mezclado y donde uno podía dárselas con el personal de la misma quinta. Tenía el encanto de lo tribal donde el bebedor unas veces buscaba el calor del hogar y otras la añoranza de ese pasado que ya nunca va a volver.

En fin. Hemos estado bien en ese sitio en el que lo que salía por la cocina hecho por Carmen te hacía pedir otra ronda. Dicen los ingleses que “una copa no basta, dos copas bastan y tres copas no bastan”. Jamás debe teorizarse sobre las cervezas que uno puede tomarse, pero en El Albergue les aseguro que siempre eran más de dos. Sobre todo, porque queríamos probar las pavías de bacalao, los pimientos con gabardina y las croquetas caseras, entre otras cosas. Además, allí estaba la conversación asegurada. Ahora Luis, que ha estado en la hostelería desde los 14 años, se dedicará a hacer senderismo por Sierra Nevada y a ver todos los partidos del Granada y del Real Madrid. “Que Dios bendiga a aquel que no me hable del Barcelona”, decía en un baldosín puesto en la pared.

Yo, adicto a copa y amigos, benefactor de mostradores y aprendiz de la Cofradía del Vino y la Poesía que crearon Pepe Ladrón de Guevara y Rafael Guillén, no le tengo más que gratitud al Albergue, donde tan buenos ratos he pasado. Lo dicho, estuvimos bien en ese sitio.

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