Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

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La columna más triste

Si estuviéramos en la situación de los judíos o de los palestinos, ¿actuaríamos de distinta forma

Hoy puedo escribir la columna más triste y la más obvia. Si quiero aparecer como un ‘hombre de bien’, tendré que condenar al mismo tiempo las atrocidades de Hamás y las de Israel, sin entrar en las razones que esgrimen uno y otro para matar a niños, adolescentes, ancianos y mujeres y hombres adultos. Sin entrar en a quién pertenece esa tierra maldita cuya propiedad los dioses concedieron a aquellos a quienes querían perder. Lo cierto es que me siento impotente. No es que me sienta, es que me sé impotente para detener la carrera suicida que, salvo un milagro, nos lleva a la catástrofe. Y lo más triste: el genoma que albergo es muy parecido al de los asesinos, los impasibles destructores de vidas. He tenido la fortuna de haber llegado hasta aquí sin demasiada amargura u odio. La vida no me ha puesto a prueba. Ni he formado parte de un pelotón de ejecución ni he tomado un pueblo con mi compañía ni he violado, acuciado por la camaradería, el odio o el miedo. No lancé bombas atómicas, no he declarado guerras ni he invadido ni colonizado ni trafiqué con esclavos. Pero quizá mi suerte ha tenido que ver con haber sido heredero de los que ganaron una guerra, invadieron un país, colonizaron un continente, acabaron con razas enteras, asesinando, esclavizando o infectando a los conquistados con enfermedades para las que no tenían defensa. De ser judío o palestino, no sé cómo reaccionaría en las circunstancias actuales. Relativamente lejos del conflicto, todavía puedo no darme por enterado del todo de lo que pasa, si desconecto de las atrocidades que a diario nos ofrecen impúdicamente los medios de comunicación, convencidos ellos de que –pese a haberse convertido en traficantes de vísceras y sangre– prestan un servicio público indudable cuando aprovechan hasta el último cuerpo destrozado para aumentar la audiencia. Pero si me aíslo, me invadirá un profundo sentimiento de culpa e impotencia que me harán gravosos los segundos, los minutos, las horas, los días. Y entonces, volveré a encender la tele o preguntaré a Alexa por las últimas noticias, o saldré a la calle y veré cómo, en corrillos, asustados ancianos de mi barrio, muestran su horror y su debilidad ante la amenaza de un conflicto global. Sabedores de que serán –seremos– los primeros a los que se nos cortará el agua, el pan y la luz de la vida.

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