El ferrocarril y el futuro

Así es España. En medio de una espantosa ruina es cuando quemamos más fuegos de artificio y se reparte más vino

Era el mismo año en el que los restos del viejo imperio español terminaba de descomponerse con la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, a silbo de bala y rugido de cañón. La cosa, que no era de broma -ni tampoco una efemérides de calendario-, venía a acentuar una depresión económica y moral en España, de manera que el más destacado grupo de intelectuales, poetas y escritores adoptaron el problema de España como un icono de luto e incertidumbre al fondo de todos o de casi todos sus escenarios. Sí, 1898 -en el Noventayocho- nuestro país tocaba el fondo de una pesadilla de guerras perdidas, hundimiento económico, pobreza y miedos generalizados, personificados en la figura de una reina Absburgo, regente cargada de lutos en encajes obscuros y apagados brillos de negro azabache que, por los salones sombríos del palacio real de Madrid, arrastraba su viudedad como una sombra de plomo de un Alfonso XII, tísico y romántico que fue más personaje de cuento que gobernante de una nación antigua, que enterraba a sus reyes en el frío monacal de aquel Escorial de granito y de inmensa y majestuosa y envolvente dignidad.

Sí, aquello del Noventayocho a muchos, les hizo perder cualesquiera esperanzas. Siendo, además, un año propicio en el que se suicidó, en las heladas aguas del Dwina, el cónsul de España en Riga, el pensador granadino Ángel Ganivet, inmenso conocedor del alma española, esa que, inmutablemente supera, no obstante, los siglos, los tiempos, todos los tiempos.

En Granada se escuchaban los últimos golpes, el metálico choque remachando los perfiles de hierro, dando por terminado el montaje del Puente del Hacho, un gigante de hierro que diseñaron dos ingenieros, discípulos de Gustave Eiffel -sí el de la torre de París- Duval y Boutillea, en medio de un paisaje desolado, entre Alamedilla y Guadahortuna, con una longitud de 625 metros, una altura de 50 metros y una estructura inmensa y prodigiosa en la que no existe ni un solo tornillo. Este fue sólo uno de los varios que se hicieron en la provincia de Granada -y aún existen- para permitir el paso de varias líneas del ferrocarril-.

Así es España y así los españoles. En medio de una espantosa ruina es cuando quemamos más fuegos de artificio y se reparte más vino. Y aquí estamos, en Granada, ahora, en nuestro tiempo, en el que, tras haber tenido líneas de ferrocarril, absolutamente necesarias que nos comunicaban con el mundo, hemos permitido su progresivo desmantelamiento, casi en silencio, sin protestas bastante eficaces. Tenemos que exigir que se nos devuelvan las comunicaciones, todas, pues así no existe el progreso y el futuro es negro como los vestidos de la reina María Cristina, como el carbón grasiento de las antiguas locomotoras. ¿O no?

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