Israel ha sido atacado otra vez. El fallo de seguridad e inteligencia ha sido clamoroso. La ocupación cotidiana en el país en estos últimos tiempos ha girado más sobre justificar la injustificable espiral de ruptura institucional con el secuestro del poder judicial que Netanyahu lidera y va imponiendo. El escenario de guerra abierta es inevitable, aunque todos deseásemos que no lo fuera. Es la situación de ataque y respuesta armadas más grave e intensa desde la Guerra de Yom Kippur del 73. Israel ganará también en esta ocasión, pero la sangría en vidas humanas de ambos lados, y de oportunidades para la paz y la estabilidad en la región será enorme, radicalmente inútil y extremadamente injusta.

No soy equidistante en el conflicto, manoseado hasta la saciedad por los discursos ociosos de algunas derechas e izquierdas dispersas que ubican al Estado de Israel en la parte mala de la ecuación, sin análisis serio, repitiendo mantras filonazis o irresponsables soflamas pseudo-revolucionarias. Yo no. Israel es el agredido. Sin duda. En los ataques a Israel desde las posiciones radicales, y comodísimas, de salón que soportamos en Europa subyace un asqueroso antisemitismo, nunca asumido por inconfesable pero latente, travestido de no sé qué aliento humanista, democrático o, incluso, progresista. En la franja de Gaza, cualquier intento tímido de humanismo, democracia o progresismo sería directamente extirpado sin pudor y con violencia al grito de Allahu Akbar por los terroristas de Hamás, que controlan esa zona castigada, muy a pesar de Fatah, que, en cambio, lidera a duras penas Cisjordania. Frente a eso, no cabe equidistancia. Entre el terrorismo teocrático de esos locos y la democracia israelí, no caben dudas.

Israel no es perfecto. Tiene un gobierno elegido tras varios procesos electorales fallidos y convulsos que no representa lo mejor del país y se verá reforzado, tapando sus grandes vergüenzas, por este ataque incomprensible. Padece un fanatismo endémico de un pequeño sector de su población que lo lastra y convive mal con la modernidad y el empuje de la mayoría de los israelíes, que ahora también verán reducidos los intentos por achicar su influencia. Y, aunque el ejemplo de superación ante la dificultad que Israel representa en todos los órdenes, histórico, social, económico y político, es una evidencia que solo puede negar quien desea destruirlo, no sabe explicar bien el orgullo legítimo por sus tremendos logros en un desierto de frustración.

La guerra nueva es indeseable. La provoca Hamás. No hay culpa en el agredido como tampoco la hay en los palestinos utilizados y engañados por Hamás, pero la sufrirán ambos. El objetivo, pues, debe ser de estilete: extirpar el cáncer que es para la defensa de Israel y para la convivencia en Palestina sin el yugo de Hamás. Ojalá se cobre el menor precio posible, pero, en el que inevitablemente haya que pagar, yo estoy con Israel.

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