Esta mañana, alguien comentaba que más de seiscientos mil jóvenes españoles han marchado, en los últimos años, a otros países, en busca del trabajo que aquí, en la tierra que los vio nacer, no encuentran. Y ello pese a haberse instruido con ahínco e ilusión hasta obtener las correspondientes titulaciones, desde la formación profesional de grado superior hasta los más diversos doctorados universitarios y darse antes de calamonazos desesperantes, por aquí y por allá, en el convencimiento equivocado de que esa dura espera, ese desolador afán estaba próximo a su final, aunque pasasen los días, las semanas, los meses y hasta los años contemplando cómo el imaginado horizonte de sus propias vidas se ha ido desdibujando como una fotografía a la que no se ha sumergido en el necesario fijador. Y todavía hay quien afirma –cínicos– que estamos inmersos en una sociedad de progreso y de futuro.

En los años cincuenta y en los sesenta, también, del pasado siglo, salían de muchas capitales de provincia, en este país nuestro de gente buena y trabajadora, trenes, largos, incómodos, ruidosos y polvorientos con destino a lugares lejanos y desconocidos en los que se hablaban idiomas, también desconocidos y donde la esperanza les empujaba hacia un futuro que, aún también incierto, ofrecía pruebas y testigos de que permitiría un mañana inmediato, durísimo y doloroso, sí, pero luego de vida y fructífero porvenir al fin. Los que marchaban, al mirar atrás, aún veían las señales de las balas en fachadas de casas en pueblos y aldeas. Y el estallido de las bombas, si bien ya estaba silenciado, dejaba ver las muestras de su efecto, terrible y humillante –en muchos casos– en los cuerpos deformes de tullidos desahuciados.

Pero ahora no hay guerra aquí. Y su ruido y sus efectos quedaron tan lejos que ya no los acusa ningún registro en la memoria. ¿Cómo, pues, explicar a esos jóvenes, bien formados y llenos de ilusión por un mundo de trabajo –que no encuentran–q ue algunos –golfos, granujas, maleantes– desde puestos de poder y de inmerecido prestigio y con el dinero de todos, además, han traficado en su particular beneficio, con la anuencia, el consentimiento y hasta parte de esos indignos beneficios, propios de judas y ladrones despreciables, en medio de una ola infecta de virus, que a todos nos cercaba y sin tener quien nos defendiese realmente?

¡Todavía nos siguen diciendo que gobiernan desde criterios de progreso! Y que los derechos –y algo más– que nos roban cada día, es para lograr una supuesta concordia que sólo ellos, ellos mismos, consciente y vilmente nos han confiscado, ocultado, embargado, escondido, secuestrado… ¿O no?

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