Se trataba de una pequeña zódiac gris en la que al principio no se distinguía más que a la tripulante o, mejor dicho, su cabello rubio azotado por el viento y cubierto por un sombrero de paja que la mujer sujetaba con una mano mientras guiaba el barco con la otra. ¿Habría venido así todo el camino, con una mano al timón y otra en el sombrero?, me pregunté lleno de simpatía hacia un personaje capaz de complicarse la vida de una manera tan absurda. A medida que la lancha se acercaba a la orilla, otro bulto se hizo visible a bordo. Primero pensé que podía ser un perro, quizá porque resultaba estéticamente coherente que una mujer como aquella navegara en compañía de un perro, pero no tardé en descubrir que era una niña.

Nunca en mi vida he tripulado un barco; por no llevar no he llevado ni un triste bote de remos, pues siempre he procurado que sea otro quien realice esfuerzos tan poco espirituales y tan poco acordes con las aspiraciones de un artista. Ahora bien, aunque no tengo ni idea de en qué pueda consistir exactamente conducir una lancha neumática, estoy en condiciones de afirmar que hay pocas personas en este valle de lágrimas capaces de realizar las maniobras de acostamiento con la gracia y la precisión con que las llevó a cabo la mujer de la zódiac. Pero lo que definitivamente me sumió en un pasmo fue el impresionante estilo con que saltó de la lancha al agua, que la cubría hasta la rodilla. Fue un salto grácil, de una sorprendente plasticidad, un salto dado para ser disfrutado por el más exigente entendido en saltos, con el justo punto de alarde exhibicionista y de espontaneidad. ¿Habría saltado del mismo modo aquella mujer de no haber tenido a un nutrido público pendiente de sus gestos? En cualquier caso, es difícil expresar con palabras el encanto de aquel salto. No es sólo que su autora diera la impresión de no tener huesos ni articulaciones, como sucede con algunas bailarinas, sino que en ningún momento había pasado por su mente el temor a pegarse un batacazo. No había dudado. Se había lanzado, y el cuerpo, gentil y disciplinado, la había obedecido sin la menor vacilación. Era flexible, elástica y ligera como una adolescente, pero carecía de las dudas y la inseguridad que socavan la determinación de las adolescentes. Ni siquiera, a decir verdad, se le cayó el sombrero.

En cuanto arrastró la barca orilla arriba y la dejó varada, se sacó un lápiz del bolsillo de la ancha camisa blanca de hombre que llevaba, se quitó el sombrero, lo tiró al suelo de la lancha y, con rápida precisión, en dos o tres movimientos, se enroscó el pelo en el lápiz, le dio la vuelta, y su melena quedó recogida, como por ensalmo, en un moño impecable. ¿Fue entonces cuando comencé a sospechar que aquella mujer tenía el don de hacer que cosas relativamente complejas parecieran asombrosamente sencillas?

Cuando, muy a mi pesar, volví a prestar atención a la mulata holandesa cuyo retrato había quedado interrumpido por la llegada de la zódiac, ya no me pareció ni la mitad de hermosa: había algo pesado y rígido en su pose, y las sinuosas formas que antes se me habían antojado de lo más voluptuosas cobraron ahora cierta vulgaridad. Seguía siendo atractiva, de eso no cabía la menor duda pero, comparada con la de la recién llegada, su belleza adquiría un no sé qué de ordinario, aburrido y trivial. No tardaría en descubrir que uno de los principales rasgos de la mujer de la zódiac (en adelante, Gloria o, también, tía Gloria) era el tremendo impacto que ejercía en su entorno: aunque era menuda, cuando ella llegaba a un sitio, las cosas nunca volvían a ser lo que habían sido antes de que ella apareciera y la vida empezaba a girar a su alrededor.

"¡Gloria!". No fui el único cuya mirada se apresuró a buscar de dónde procedía aquella voz quejumbrosa. En cambio, la tripulante de la barca que tan hábilmente había arribado a puerto y que ahora estaba ocupada trasladando diversos enseres desde la lancha a la arena continuó impertérrita con sus actividades, haciendo oídos sordos a aquella llamada? "¡Tía Gloria! Se me ha enredado el pie en una cuerda y no puedo bajar".

-¡Cuántas veces tendré que decirte que en un barco las cuerdas se llaman cabos!

Después de ayudar a la niña a deshacer el entuerto, Gloria persistió en su despliegue de actividad febril. En dos o tres movimientos de una precisión coreográfica, sacó una sombrilla de su funda y la plantó en la arena. Luego extendió una toalla y armó una silla plegable y, en algún momento entre esas dos cosas, se deshizo el moño, aunque estaba tan impecable como cuando se lo hizo, volvió a hacérselo a toda velocidad, se quitó la ancha camisa que llevaba encima del biquini y se untó el cuerpo con un aceite bronceador.

Mientras la observaba, estudiando fascinado la gracia vivaz de sus movimientos, animados por una viva conciencia de ella misma y de su propio cuerpo, y de la mirada ajena, por más que en apariencia estuviera concentrada tan sólo en sus gestos, lamenté no ser cineasta en lugar de pintor. De habernos conocido en la actualidad, sin duda la habría inmortalizado con mi cámara de vídeo de última generación en lugar de con mis lápices, impotentes para captar el espíritu de Gloria, pura belleza en movimiento.

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