Momentos inolvidables para un crítico

Diálogos íntimos con el piano y la guitarra

  • Rubinstein, Kempff, Gieseking, Richter, Larrocha, Barenboim, Perlemuter, Perianes, Andrés Segovia… recitales estelares para la emoción

Diálogos íntimos con el piano y la guitarra

Diálogos íntimos con el piano y la guitarra

La música, en todas sus facetas, es un fenómeno universal dirigido al corazón y a la sensibilidad, de los que la hacen, la interpretan y la escuchan, sean hombres, mujeres o niños. Es un arte que puede arrebatar en su grandeza sinfónica-coral o ser capaz de dialogar en la intimidad que puede producirse entre una voz, un piano, una guitarra en la hondura de un recital. Si estos recitales se realizan, además, en espacios donde la arquitectura, los jardines, el agua, el entorno, en general, contribuyen al milagro de la estética como totalidad, como ocurre en los escenarios habituales del Patio de los Arrayanes –antes también en el de los Leones, donde hemos escuchado la guitarra de Andrés Segovia o el arpa de Nicanor Zabaleta- , incluso el mayestático del Palacio de Carlos V, el milagro es más intenso e inolvidable, sobre todo si quien transmite el mensaje tiene una cualidad excepcional. Por eso he dicho que la convocatoria de las estrellas, nacionales, internacionales o incluso locales, en estos recintos es otro de los pilares básicos del Festival de Granada, donde la mediocridad no tiene cabida

Los que por edad y por dedicación profesional hemos tenido la fortuna de acercarnos a esos momentos íntimos –que, a veces, también han tenido connotaciones sentimentales importantes-, dejamos en las hemerotecas nuestras emociones –pocas veces nuestras decepciones o enfados-, porque el intérprete es el verdadero creador de ese momento mágico e irrepetible, en un diálogo que sólo su calidad y sensibilidad pueden hacerlo inolvidable. Por fortuna, la historia del Festival está llena de figuras, en este apartado de excepciones. Recordemos –al que asistí como joven aficionado y músico- el memorable recital de Walter Gieseking, en 1956 –tres años antes de su muerte-, dedicado íntegramente a Debussy, grabado por Radio Nacional que conservo en la limitada edición que me hizo llegar el desaparecido crítico José Luis de Arteaga.

En el universo pianístico hay que recordar a Wilhelm Kempff, con su arte profundo e intimista -el mejor intérprete de Beethoven, escribí, aunque él me dijo, en la tantas veces recordada entrevista que mantuve con él una calurosa tarde de junio de 1959, tras terminar un ensayo con la Orquesta Nacional, dirigida por Lazlo Somogy, que “el mejor intérprete es su propia música”-, o el Albéniz ideal, de las manos de Alicia de Larrocha, en 1960, en el centenario del nacimiento del autor; a Alexis Weissenberg, en 1967, al húngaro Tamas Vásáry, en 1966 y, especialmente, Eduardo del Pueyo que fue la “excepcional revelación del Festival”, en 1967, con el ciclo de los conciertos de Beethoven.

En 1969 coincidieron dos auténticos ‘monstruos’ del piano, Rubinstein y Kempff. De aquélla edición tengo gratos recuerdos personales y profesionales. El recital de Rubinstein en los Arrayanes lo escuché acompañado de una chica que me habían presentado la noche anterior y que un año después sería mi esposa. Musicalmente, Rubinstein era el alarde de una vieja escuela que se iría con él. Kempff, en su último concierto del Festival, nos deleitó con un programa dedicado exclusivamente a Schubert, “que nos fue posible saborear –escribía-, en su mundo intimista, poético, en su mejor dimensión, en toda su hondura y belleza”. Dos formas distintas de interpretar la música pianística.

En 1970 irrumpió el soviético Sviastolav Richter, en recital en el Palacio de Carlos V, con las 33 variaciones sobre un tema de Diabell, y con orquesta en el Concierto núm. 3, de Beethoven. Era, decía, uno de esos pianistas que surgen de muy tarde en tarde. En 1980, el piano de Daniel Barenboim inauguró la XXIX edición, con un recital Beethoven. El genial pianista que ya admirábamos en Granada, desde que muy joven, pero ya figura, se presentó en el Centro Artístico, se convertiría en un referente esencial en el Festival con sus frecuentes recitales sobre Liszt, Beethoven, Chopin, además de su labor como director de orquesta.

Javier Perianes ha sido el pianistas español habitual en los últimos tiempos

Entre tantos momentos inolvidables el crítico recuerda la “juventud musical de un patriarca”, Vlado Perlemuter, en 1987, en el Auditorio Manuel de Falla, en un programa dedicado íntegramente a Ravel, del que fue discípulo y su mejor intérprete. Del recital del octogenario músico, conmemorando el cincuentenario de la muerte de su maestro, era difícil, al comienzo, sustraerse de su aspecto frágil, conducido lentamente por una azafata hasta el escenario. “Cuando posa sus manos en el piano -escribía- se produce una transfiguración asombrosa. La vitalidad de su mecanismo poderoso, magnífico, limpio; la fuerza interna y robusta de su interpretación; la sonoridad recreada con todo detallismo, buceando en el intrincado mundo raveliano, tan difícil, no sólo técnica, sino espiritualmente, ponía de relieve la frescura de una inteligencia viva y las posibilidades incólumes de un pianista excepcional.” Y, en efecto, nunca he escuchado con más verdad un “Gaspart de la nuit , uno de los monumentos del piano contemporáneo, donde se resume la estética pianística raveliana, impecable en el poderío y dominio, así como en la sensibilidad del sonido de Vlado Perlemuter”.

Contribuyeron a estos diálogos íntimos maestros como Claudio Arrau, “escultor del alma del piano” y así sucesivamente nombres relevantes como Brendel, Achúcarro –en su juventud y en su madurez-, la genialidad de Solokov, el Chopin más íntimo de aquella “campesina del Alentejo”, María Joao Pires, y un largo etcétera, en el que incluir a los granadinos Maribel Calvín –con orquesta en Noches en los jardines de España-, Juan Carlos Garbayo o nombres que este año regresan, como el alemán Christian Zacharias, en una última actuación en 2006, aunque ya estuvo 22 años antes de esa fecha, en un Patio de los Arrayanes, donde confesaba en una entrevista que en aquél lugar “los sonidos de la naturaleza se hacen música”. Javier Perianes ha sido el pianista español habitual en los últimos tiempos, donde hemos advertido y comentado la marcha ascendente de su técnica depurada y su plural sentido interpretativo, hasta llegar a ser uno de los jóvenes referentes pianísticos nacionales.

Lamento haberme perdido la pasada edición del maldito Covid, donde Antonio Moral improvisó una serie de intervenciones pianísticas con nombres de la categoría de Sokolov, Zinmerman, Igor Liveti o Leonskaya, a los que se sumó Daniel Barenboim.

El adiós de Andrés Segovia

Pero en los recitales íntimos, ocupa un lugar excepcional la guitarra de Andrés Segovia, que volvió a España en la primera edición de 1952 –que en este 70 aniversario del certamen se recuerda- y que he seguido, hasta su despedida, en su último recital, en un desbordado Auditorio Manuel de Falla, el 22 de junio de 1981. Bajo el título La lección de un patriarca, escribía: “Tarde propicia a la emoción, alrededor de una figura que más ha contribuido a universalizar este instrumento singular y único, tan español y tan andaluz, tan universal, como es el propio Andrés Segovia que vuelve a Granada –de la que pocos años ha estado alejado- marcando un puente entre su primer recital –el primero en Granada y el primero de su vida- en el Centro Artístico, y el de hoy, con muchas décadas de luz por medio –siete casi- y toda una vida de éxitos, consagración, homenajes…El cálido homenaje de un público puesto en pie, reclamando una y otra vez al maestro, que ofrecía su arte como regalo incansable, era el símbolo de la pleitesía no a un concierto concreto, sino a toda una vida y a todo lo que significa Andrés Segovia en el mundo de la música y de la guitarra, subrayado en una Granada que le vio nacer para este instrumento”.

Pero para el crítico no todo han sido elogios, emociones y exaltaciones. Siento haber sido tan duro con Rostropovich como pianista, acompañando a su esposa Galina Vishnevskaia en un recital de lieder rusos. Pero mi defecto de decir lo que pienso, me hizo escribir, el 2 de julio de 1978, en Ideal, algo tan duro y contundente como estas palabras: “Lo que más duele es ver a un músico de la categoría de Rostropovich aporrear un piano de la forma tan despiadada como anoche lo hizo”. Aquella crítica originó un escrito de protesta de los profesores del Curso Manuel de Falla –la pianista Rosa Sabater no firmó el escrito- y hasta Andrés Segovia me abordó en Carlos V para mostrar su disgusto por la crítica. Respondí a todos y le dije a don Andrés que no criticaba al gran violonchelista, sino al mediocre pianista ocasional. “Es como si usted se molestara por una crítica si daba un concierto de flauta travesera en vez de guitarra”. En fin, creo que el crítico tiene el deber de decir lo que piensa –en la música o, en la política, cuando la abordo como periodista-, porque el ‘todo es magnífico’ devalúa, precisamente, la magnificencia.

Estos diálogos íntimos estarían incompletos sin mencionar los frecuentes conciertos de órgano que hemos escuchado de Amezúa, Juan Alfonso García o Antonio Linares Espigares, entre otros. Pero, sobre todo, sin las voces, fundamentales en el certamen. Por su extensión dedicaré la próxima entrega a este apartado fundamental, bajo el título Voces al corazón.

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