Obiturario

Rafael Guillén. Mañana no será otro día

Rafael Guillén. Mañana no será otro día

Rafael Guillén. Mañana no será otro día / Archivo (Granada)

Granada se ha quedado más sola. La frialdad de un mensaje de texto me anunciaba que el poeta Rafael Guillén acababa de fallecer. Y Granada pierde a un poeta. Y yo pierdo a un amigo. Con él he crecido como persona y como investigadora.

Hace casi quince años que me encargaron en este periódico —que hoy me abre esta ventana de agradecimiento— entrevistar al poeta granadino de los 50. Para preparar la entrevista quise revisar su obra y leí su Elegía. Ese poema que escribió a la muerte de su madre y que más que un canto es un sereno desgarro del alma que toca en lo más profundo al lector. Es un cúmulo de verdad y vida que hace presente el dolor por la madre ausente. Luego llegué a su casa en la calle Poeta Manuel de Góngora y me reuní con él en su despacho. Un lugar lleno de lecturas, de recuerdos de viajes y donde se respiraba el aire de la creación por todas partes. Un escritorio sobrio, de madera antigua y una máquina de escribir americana, como del siglo XIX. Y en el otro extremo, otro escritorio ya moderno, con el ordenador al que se sentaba horas y horas cada día. Sabía de todos los premios que llevaba a las espaldas, entre ellos el Premio Nacional de Poesía, y esperaba encontrarme con un señor vetusto y grandilocuente al llegar a su casa. Sin embargo me encontré con un hombre lleno de sabiduría guardada en un frasco de sencillez y de nobleza cercana que me abrió su casa de par en par.

Desde ese primer contacto decidí que quería hacer mi tesis doctoral sobre él e inicié el trabajo a partir de entrevistas personales que poco a poco se convirtieron en conversaciones de amigos. En los que se mezclaba poesía e historia viva con vivencias personales más íntimas.

Era fácil encontrarlo sentado delante del ordenador. —Niña—así me llamaba. —Mira a ver cómo puedo editar estas fotos, dime los pasos para que le mejore la luz y el contraste que los apunto para hacerlo yo—. Saber de informática, de física cuántica o de cualquier cosa que llenara su incansable afán por aprender le hacía llenarse por dentro y alargar su vida "a lo ancho", como él decía.

—Buenos días, Rafael, ¿cómo andamos?.

—Tú estupendamente, bonica. Yo, ya me ves, cada vez más viejo—. Me contestaba siempre a mi saludo con esa mirada pícara y sonrisa torcida de niño travieso que no perdió hasta el final de sus días.

Era fácil encontrarlo en "su mesa de Las Titas", debajo del árbol que lo cobijaba con su sombra. En esa mesa dejaba algunos huesos de aceitunas para que se acercaran los gorriones mientras él tomaba su aperitivo. Luego, cuando las piernas ya no le dejaron salir como a él le gustaba, seguía con su tradición de brindar por la vida en su casa. Innumerables fines de semana en los que estábamos trabajando en las entrevistas para la tesis llegaba un momento que decía:

—Ya tengo la boca seca, bonica. Vamos a tomarnos un aperitivo—Y traía una copa de vino y unas tapillas mientras seguíamos con la conversación. Así desde el año 2009 hasta el 2015 en el que defendí mi tesis.

Tenía el tribunal en la Facultad de Filosofía y Letras. Él y Nina fueron los primeros en llegar. —Pues decía Rafael que no subía—me dijo Nina—. Que cómo iba a estar el poeta sobre el que iba la tesis allí de cuerpo presente. Y yo le he dicho, mira Rafael, esta niña no tiene padres y nosotros vamos en representación—.

Y así lo sentí.

Le he visto presentar libros que me enseñaba antes de que estuvieran preparados para publicar. Le he visto ensombrecerse la mirada al recordar a su madre, a su hermano Jorge. Mostrar el agradecimiento hacia ellos. Y luego recobrar de súbito el brillo de los ojos al regalarme como lo haría un niño su caja de tesoros. —Te he creado esta carpeta, grábatela— me dijo una tarde. Y la abrió en su ordenador y era un archivo sonoro ordenado por años y por orden alfabético de muchas de las canciones que habían ido acompañándolo y marcando momentos importantes en su vida. Un archivo que me sorprendió porque había canciones como la de Nina Fernández, cantada en la película Los últimos de Filipinas del año 1945, y que escuchó una noche desde su cama en el seminario de la Plaza de Gracia, salida de una venta de lo que ahora es Camino de Ronda. Hasta otras como Algo pequeñito de Daniel Diges o canciones de John Lennon.

No puedo resumir en esta nota de agradecimiento todo lo que le debo a este hombre y a su mujer, Nina. Cuánto he aprendido de él de poesía, de la vida. De evitar el conflicto en lo poco importante y de apretar las tuercas y los dientes en lo que hacía falta.

Ya no podré encontrarme contigo, Rafael en ese "gazpacho" como llamaban tus hijos al despacho cuando eran pequeños, ni compartir contigo una copa de vino, ni llevarte mis poemas para que con santa paciencia me dieras tu opinión y consejos. Pero seguiré encontrándote en tu obra, en tus versos, en tu prosa viajera; y sobre todo, en todas esas vivencias compartidas que ahora me guardo como un tesoro.

Gracias.

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